domingo, 29 de septiembre de 2019

Aporía




El día que conocí la nieve supe que aquel dolor de la infancia, —esa queja que hace eco desde un punto frágil y remoto bajo nuestros pechos—, seguía ahí, respirando a través de mis heridas, apareciéndose en pesadillas y suspiros, dejándome muy claro que no estaba listo para irse. Esto es lo que ocurre: los fenómenos físicos pueden abrir heridas metafísicas, pero sólo a la gente que tiene la mala costumbre de andar metaforizando todo. Esa que no se conforma con que las cosas sean algo y ya, de que los recuerdos pasan y quedan y ya, de que los muertos nunca regresan, de que los animales no hablan, de que las ventanas son sólo ventanas y no portales hacia mundos extraños. Esa maldita gente a la que yo pertenezco y para quienes el amor de este mundo nunca es suficiente.
Recuerdo caminar despreocupado, arrastrando mis pies con los audífonos a tope. Habían sido días nublados con vientos fuertes y afilados que acuchillaban el rostro. Llevaba meses esperando el invierno como en una especie de ensueño; no sólo porque, lógicamente, en mi país natal era imposible que nevara y resultaría un fenómeno interesante de ver, sino, más bien, por descubrir cuál era aquella magia que sentían todos los que veían la nieve caer por primera vez.
En el fondo, como siempre, lo que me empujaba era el miedo de no poder sentirla.

Subí por las escaleras para salir de la estación subterránea y el cielo seguía profundamente gris, tan denso como si estuviera a punto de llover. Pero nunca llovía, y yo siempre me encontraba agitado por la costumbre de huirle a las tormentas. Resultaba extraño el caminar tan apresurado por la expectativa de que las nubes reventaran, sin aviso alguno, pero con la seguridad de que no sería así. Era tan paradójico como frustrante. Finalmente, vi que algo descendía de los cielos y durante un segundo o menos que eso, pensé en gotas de lluvia que bajaban en cámara lenta, haciendo espirales, llegando como en paracaídas. Imágenes que pronto se desvanecieron con el primer copo que se desintegró, suave y cálido, sobre mi frente.  Desnudé mi mano del guante que la cubría y extendí mis dedos bajo la primera tormenta de nieve. Poco a poco, se me fueron enrojeciendo, y el frío, —debido una regla física que ignoro pero que, probablemente, al final de cuentas no tenga ningún sentido—, empezó a quemarme. Sí, el frío quemaba. Y aquel descubrimiento dulce, aquel asombro tierno del niño que siempre se asoma a mis ojos, se intensificaba. Pensé, «obvio que te quemaría, ¿acaso nunca intentaste sostener un cubo de hielo entre las palmas de tus manos? ¿nunca le sostuviste algo helado a alguien más, sin sentir que debías cambiar el objeto de una mano a otra?», aun así, seguía sorprendido.

Así supe que podía sentir la magia, pero de forma diferente, como si desde el fondo insondable de lo mágico, algo más doloroso se escondiera. Después descubriría que el asombro no dura más que ese dolor, o seguramente, que son dos caras de la misma moneda.

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