El día que conocí la nieve supe que aquel dolor
de la infancia, —esa queja que hace eco desde un punto frágil y remoto bajo
nuestros pechos—, seguía ahí, respirando a través de mis heridas, apareciéndose
en pesadillas y suspiros, dejándome muy claro que no estaba listo para irse. Esto
es lo que ocurre: los fenómenos físicos pueden abrir heridas metafísicas, pero
sólo a la gente que tiene la mala costumbre de andar metaforizando todo. Esa que
no se conforma con que las cosas sean algo
y ya, de que los recuerdos pasan y quedan y ya, de que los muertos nunca regresan, de que los animales no
hablan, de que las ventanas son sólo ventanas y no portales hacia mundos
extraños. Esa maldita gente a la que yo pertenezco y para quienes el amor de este
mundo nunca es suficiente.
Recuerdo caminar despreocupado, arrastrando
mis pies con los audífonos a tope. Habían sido días nublados con vientos
fuertes y afilados que acuchillaban el rostro. Llevaba meses esperando el
invierno como en una especie de ensueño; no sólo porque, lógicamente, en mi
país natal era imposible que nevara y resultaría un fenómeno interesante de ver,
sino, más bien, por descubrir cuál era aquella magia que sentían todos los que
veían la nieve caer por primera vez.
En el fondo, como siempre, lo que me empujaba
era el miedo de no poder sentirla.
Subí por las escaleras para salir de la
estación subterránea y el cielo seguía profundamente gris, tan denso como si
estuviera a punto de llover. Pero nunca llovía, y yo siempre me encontraba
agitado por la costumbre de huirle a las tormentas. Resultaba extraño el caminar
tan apresurado por la expectativa de que las nubes reventaran, sin aviso alguno,
pero con la seguridad de que no sería así. Era tan paradójico como frustrante. Finalmente,
vi que algo descendía de los cielos y durante un segundo o menos que eso, pensé
en gotas de lluvia que bajaban en cámara lenta, haciendo espirales, llegando
como en paracaídas. Imágenes que pronto se desvanecieron con el primer copo que
se desintegró, suave y cálido, sobre mi frente. Desnudé mi mano del guante que la cubría y
extendí mis dedos bajo la primera tormenta de nieve. Poco a poco, se me fueron enrojeciendo,
y el frío, —debido una regla física que ignoro pero que, probablemente, al
final de cuentas no tenga ningún sentido—, empezó a quemarme. Sí, el frío quemaba. Y aquel descubrimiento dulce,
aquel asombro tierno del niño que siempre se asoma a mis ojos, se intensificaba.
Pensé, «obvio que te quemaría, ¿acaso nunca intentaste sostener un cubo de
hielo entre las palmas de tus manos? ¿nunca le sostuviste algo helado a alguien
más, sin sentir que debías cambiar el objeto de una mano a otra?», aun así,
seguía sorprendido.
Así supe que podía sentir la magia, pero de
forma diferente, como si desde el fondo insondable de lo mágico, algo más
doloroso se escondiera. Después descubriría que el asombro no dura más que ese
dolor, o seguramente, que son dos caras de la misma moneda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario