29
ahora por la calle pasa un niño con una mano en el
bolsillo del
pantalón /
está contento y saca la mano del bolsillo /
abre la mano y suelta fiebres que ninguno ve /
yo tampoco las veo
Juan Gelman
29
ahora por la calle pasa un niño con una mano en el
bolsillo del
pantalón /
está contento y saca la mano del bolsillo /
abre la mano y suelta fiebres que ninguno ve /
yo tampoco las veo
Juan Gelman
“We’re existentially alone on the
planet.
I can’t know what you’re thinking and feeling
and you can’t know what I’m thinking and feeling.
And the very best works construct a
bridge
across that abyss of human loneliness.”
David
Foster Wallace
Aquellas mañanas el mundo amanecía a la expectativa
de nuevos sonidos —ya sea
un pájaro que acababa de mudarse al vecindario, o el leve golpeteo de la lluvia
sobre las láminas—. La
gente había aguzado sus sentidos y vivían alertas como los gatos. Las casas se
poblaban de pequeños rituales que sostenían el tiempo; prueba irrefutable de
que son nuestras acciones, grandes y pequeñas, las que finalmente hacen girar esas máquinas extrañamente bellas que llamamos relojes. En aquel escenario, dos figuras sobresalían.
Él: aún enredado entre las sábanas, se desperezaba.
Ella: balanceando sus pies sobre el alféizar de la ventana, recostada en su
silla y pretendiendo leer un libro que no podía terminar hace días.
Ambos habían
evolucionado con el encierro, tanto física como espiritualmente. Para empezar, sus
sueños se habían magnificado, al igual que las pesadillas. A pesar de que
ninguno prestaba atención a ello antes de que el mundo cambiara, compartían la
existencia de un olvidado diario de sueños. Ahora, cada mañana se despertaban
entusiasmados por volver a escribir en sus páginas. Recorrían nuevamente, con dificultad, la narrativa y las imágenes de las que
habían logrado salir como de una densa niebla. Había viajes extensos por
praderas verdosas, laberintos, mares tormentosos, paisajes distorsionados de la infancia y otros
lugares que jamás habían visitado.
Ella aprovechaba cada instante para rescatar alguna historia.
Él, simplemente se enfocaba en las sensaciones, en los olores y sabores.
Una
noche llegó a soñar con un viejo platillo que preparaba su abuela. En su
cuaderno apuntó cada verdura que pudo saborear. Cada aroma distintivo. La
nitidez con que sentía los detalles le parecía increíble.
Así, cada uno
con su manía, hacían esfuerzos por recobrarse a sí mismos en aquellas
dimensiones. Como dije antes, primero fueron los sueños y después, después los
sonidos de afuera.
No hubo época
más importante para los pájaros y su música. Cada día había un nuevo canto, una
entonación o chasqueo distinto en esas pequeñas gargantas. Desde los cables y
entre los árboles, reposando sobre lazos para colgar la ropa o desde muros de contención. Ahora resultaba imposible no escucharlos. Como
un concierto que se multiplicaba y saludaba a la mañana, como si la verdadera música del mundo ahora flotara libre desde sus pechos.
Todo pájaro era un pequeño milagro.
Él escuchaba solamente las tonalidades más graves y
consecutivas.
Ella, dejaba rodearse por todos y cada uno de los cantos y perdía la cuenta, pues eran muchísimos.
Ambos soñadores y esponjas de sensibilidad, estaban
conectados secretamente pero resultaban más ajenos que el desierto al océano.
Sus dos mundos existían compactos y silenciosos, hasta que una mañana, ella
logró verlo desde el otro lado de la avenida.
Él, limpiando con un trapo levemente húmedo cada
mueble de su estudio y sacudiendo todo a su paso. No usaba camisa y su piel
morena resaltaba por la luz del amanecer.
Ella, atrapada como una mosca sobre una telaraña, no
podía despegar sus ojos de Él. Quería adivinar su edad, el timbre
de su voz, a qué olía su piel. Imaginaba que se asomaba a la ventana y se
desnudaba frente a ella. Esta posibilidad le hizo estremecerse y sentir un
ardor que nacía entre sus piernas. Quiso dibujarlo o escribirle un poema o
masturbarse todas las noches pensándolo.
A pesar de esa
pequeña chispa, el muchacho no había logrado verla desde su ventana. Estaba muy
concentrado y las partículas de polvo nublaban parte de la habitación cada vez
que sacudía los libros. Recorría viejos títulos con la mirada y se detenía a
revisar los lomos, las contraportadas para envolver de plástico los que ya
estaban muy viejos. Algunos regalados desde hace años, o heredados por
familiares que apenas y los habían ojeado: Balzac y Maupassant. Dostoievski y
Chéjov. Faulkner, Dos Passos, Hemingway. Tanto ediciones cutres como clásicos
de colección en pasta dura. Parecía tenerlo todo.
Ella estaba decidida, le haría una pieza de arte lo
más antes posible. Aquella noche le costó dormir. No eran los mosquitos, ni el
calor o la humedad. Era que no sabía qué hacerle, se sentía totalmente inútil.
Un sábado Ella se sentó desde la mañana frente a su
ventana, con un pequeño ventilador y una pila de papel. Desde que salió el sol
hasta el final de la tarde no paró de escribir, borrar, editar, arrugar
páginas, frotarse la cabeza con angustia, mordiendo lápiz y borrador, con los
dedos entumecidos y un dolor de espalda terrible.
Escribió y escribió como loca y cada palabra parecía desvanecerse y perder su
encanto una vez inscrita sobre el papel. Llenó un cuaderno con versos, prosa
poética, recuerdos, sueños, pero no logró encontrar las palabras adecuadas. Esa
noche estuvo muy cerca de darse por vencida. Otra vez, sin conciliar el sueño,
decidió darse un estirón de medianoche en su ventana.
Él, también cansado y desvelado, se encontraba en su
estudio, muy concentrado en su computadora y dando chupadas largas a su cigarro.
El humo era denso y salía de su ventana, dejando un rastro azulado y pálido a
la luz de la luna. La avenida estaba oscura y silenciosa, ni una nube sobre el
firmamento. Era un paisaje onírico.
Ella decidió cuidarlo toda la noche sentada en su
silla, cubierta de una vieja chamarra que le había regalado su madre. Envuelta
por completo a excepción de su rostro, se recostó, con los pies sobre la
ventana hasta quedarse dormida.
Amanecía y otra
vez cantaban nuevos pájaros, esta vez la mañana estaba cubierta por una neblina espesa. Ella se estiró y, al
levantarse de golpe, se dio cuenta que el muchacho estaba recostado sobre su ventana del
otro lado de la avenida y miraba directamente a su estudio.
Ella, sobresaltada, dio un pequeño grito y buscó la
forma de correr a su cuarto tropezando torpemente con su chamarra. Finalmente,
respirando agitadamente detrás de la puerta, se decidió a no salir ahí hasta
medio día. Aguantó hambre y sed, se quitó toda la ropa por el calor y cruzó sus
piernas desnudas sobre la pared, extendiéndolas y cubriendo su rostro con el
antebrazo. ¿Se había fijado en ella o simplemente intentaba limpiar algo desde
la ventana?
Al pasar unas
horas, se acercó lentamente a la puerta y con un ojo se aseguró que el estudio
estuviera cerrado. Salió finalmente, con aire pensativo y entró: no
había nadie del otro lado. Sólo el sol, ahora incandescente, unos zanates y los
árboles resecos. Suspiró de alivio y optó por seguir trabajando el resto del
día. Otra pila de papel, otras historias, una particular le había gustado.
Durante la última guerra, una enfermera atendía a los
moribundos de la peste que azotaba la región. Era el peor invierno que había
acaecido sobre su país y los días eran largos y grises. Ella llegaba a cubrir
turnos de 16 horas, regresando a su casa tan exhausta que sólo picaba algo de
su refrigerador y luego dormía como un tronco. Habían sido meses enteros así:
figuras enrojecidas y delgadas que reposaban en camillas, entrando y saliendo,
entrando y saliendo hasta desvanecerse. Con la guerra también venían ciertas
enfermedades; pacientes que tosían sangre o que intentaban respirar desesperadamente.
Lo único bueno —pensaba Ella —, es que no debía deshacerse de los cuerpos y pasar por
el ritual doloroso de aventarlos en aquellas zanjas hondísimas, como había
escuchado a un par de guardias narrar el otro día. Ella sólo preparaba la
antesala de lo inevitable, como una tímida ayudante de la muerte. Aquel
razonamiento sombrío le inquietaba de vez en cuando, sobre todo en las tardes silenciosas.
Un día, un joven entró súbitamente a la sala de
emergencias y se desplomó frente a su despacho, jadeante. Rápidamente y con la
ayuda de otros doctores, subieron el cuerpo del muchacho sobre una camilla para
atenderlo lo más rápido posible. Estuvo con él desde los momentos críticos
hasta que, por fin, luchando arduamente, logró estabilizarse. Más tarde fue
trasladado a una habitación con otros pacientes. No había recobrado la
conciencia aún y su semblante reflejaba una serenidad profunda, casi como si
hubiese muerto. Su cabello era largo, tenía las cejas pobladas y la nariz
aguileña. Su cuerpo era flaco y moreno, con una cicatriz en el vientre. Desde
el otro lado de la habitación, Ella lo observaba y encontró la calma en el
movimiento frágil del enfermo al respirar. Imaginaba una delgada pluma que
levitaba lentamente sobre su pecho y que con suerte no dejaría de moverse
mientras él siguiera respirando.
Terminó su turno y regresó a casa. Durante cada
momento de vacío y de silencio, el muchacho se encontraba ahí, reposando
eternamente detrás de sus párpados. La pluma levitando de nuevo, y luego la
respiración trabajosa, el recuerdo de algún verano intenso, las manos tiernas de su madre
en sus mejillas, pasos inquietos de su infancia, su hermana practicando el segundo movimiento
del concierto para piano de Ravel cuando adolescente, la primera vez que tuvo
un orgasmo —uno de verdad—; toda
memoria venía sobre ella simultáneamente y desde todas partes. Entró a su apartamento
sintiéndose aturdida y decidió sentarse en su sofá para no pensar. Su gato
estaba recostado sobre el televisor, el refrigerador hacía el zumbido de
siempre y afuera sonaba el viento soplando fuerte.
Cuando logró relajarse, notó que había un
rastro de plumas sobre el pasillo que daba a su cuarto. Éstas eran oscuras y de
todos tamaños. Pensó en lo peor y se acercó lentamente al felino, tomándolo de
las patas para ver si tenían sangre. Resultaron estar limpias y tampoco en sus
colmillos había manchas o alguna pluma sobre su pelaje. Con extrañeza, dejó al
gato en una silla y se acercó a su habitación para abrir la puerta lentamente.
Sostuvo la respiración unos segundos y puso su oído sobre la madera: adentro no
se escuchaba nada, era lo mismo de siempre, sólo el zumbido del refrigerador y
el viento soplando afuera. Se apoyó, decidida, concentrando toda fuerza en su
hombro y haciendo su rostro a un lado por si el ave salía aún estaba ahí y
salía violentamente. Empujó con fuerza, puso su pie firmemente hacia el frente y
estiró su brazo para encender la luz de golpe.
Se
detuvo como sacada de un trance profundo para ver la hora: eran las 9 de la
noche y había pasado todo el día escribiendo. Se estiró y volvió a pensar en
aquella historia; aún no tenía idea de hacia dónde iba, pero creía en ella. A
veces, pensó, esto es lo único que se necesita: creer en una historia
lo suficiente como para hacerla real y perseguirla hasta el fin del mundo.
Vio
del otro lado de la avenida y la luz del estudio estaba encendida, mas Él no
estaba ni en la silla ni recostado sobre el alféizar, ni en ninguna otra parte.
Sólo veía las siluetas de libreras, el escritorio viejo, unas pinturas y algunos
objetos que se perdían en la oscuridad. Pensó en él y quiso esperarlo, pero sus
ojos se cerraban en contra de su voluntad, así que se levantó y caminó hacia su
cuarto. Durmió profundamente sin sueños ni pesadillas, como si se hubiese
desvanecido de la faz de la tierra.
***
Él
estaba recostado sobre el piso y garabateaba en una libreta vieja que tenía
desde años atrás. En ella, había bocetos de pájaros, siluetas humanas, versos.
Escribía poesía o al menos intentaba escribir poesía, pero su
experiencia del mundo era muy escasa; pensaba, qué puedo escribir yo, un
mocoso que no ha vivido casi nada, que se ha enamorado poco y no ha conocido el
sufrimiento, el sufrimiento de verdad. Aún con esa inseguridad, se
adentraba en las palabras como quien busca algo en un cuarto oscuro sin poder
encontrar el interruptor de la luz: escribir para él era un misterio que dejaba
registro de todas sus preguntas y que, por instantes, parecía develar una
respuesta. Había decidido escribir sobre el piso porque no quería sentirse
observado; la otra noche vio a una mujer del otro lado de la avenida y se
sintió desnudo, horrorizado. No había conectado con nadie desde que inició el
encierro y, naturalmente, se había desacostumbrado a la vulnerabilidad. La
posibilidad de sentir de nuevo era también una puerta para que el dolor entrara
en su vida y aunque ansiaba esas experiencias, también huía de ellas como un
niño asustado.
Detuvo
sus pensamientos por un momento y en un arranque de ideas, su mano se deslizó
por la hoja de papel
Como
si solo quedara esta noche,
escribo
aquí para ser testigo de las estrellas
para
reír, para llorar, para dejar estas memorias;
diamantes
tristes que se hunden en la arena
Tengo
en mí una sed particular,
un
vacío profundo en el que hace eco mi voz:
quiero
enamorarme y arder en el horizonte
pero
también huyo de la luz y del amor
como
una lechuza tímida.
Leyó lo que escribió en voz alta y dijo pura
mierda, arrugó el papel y lo tiró lejos sobre su escritorio. Reposó su
cabeza sobre sus brazos cruzados y pensó en su abuela, en esa tarde remota después del
colegio en que llovía como si el cielo fuera a desmoronarse. Estaba parado en
una fila junto a sus otros compañeros bajo un pasillo que daba al patio y veía
las gotas desintegrándose contra el concreto. Uno a uno, los otros niños se iban
con sus padres, tíos, abuelos y pensó por un instante que nadie llegaría por
él, que se ahogaría ahí bajo la lluvia y se puso a llorar. Justo en ese
instante vio que una sombrilla celeste se abría desde el portón y una pequeña
cabeza cubierta por largos cabellos entrecanos le sonreía. Sonrío de vuelta. Se limpió
lágrimas y mocos y corrió hasta ella, hundiendo su cara en la blusa de
terciopelo. Vámonos, mijo, están bravas las nubes. Las calles de
su barrio estaban inundadas y torrentes de agua fluían como ríos por ambos
lados, arrastrando toda basura a su paso, ¡Es un diluvio mama!, ¡Es un
diluvio!, gritaba él lleno de júbilo mientras saltaba sobre los charcos y
tomaba la mano de la anciana que le sonreía nerviosamente. Ella seguramente
pensó en que ojalá no se empaparan más de lo que ya estaban y, al mismo tiempo,
en dónde había aprendido él esa palabra. Al llegar a casa su abuela le preparó
una sopa caliente que llenó de amor su estómago y su pequeño cuerpo mientras
escuchaba los canarios cantar desde arriba de la pila. Pronto empezaría su
programa favorito en la televisión. Todo ese calor y ese amor ahora tan
lejanos, tan extraños, como si hubieran ocurrido en el sueño de alguien más,
¿es por esto escribía en su libreta? ¿quería detener un poco al abismo que
constantemente amenaza nuestra memoria? Y algo más importante ¿es recordar
una forma de escribir? Preguntas que se sucedían y repetían y rumiaban su
cabeza desde adentro como termitas furiosas. El trazo frágil de sus versos, los
largos y densos párrafos de sus novelas rusas favoritas, los diarios íntimos de
aquellos escritores que tanto admiraba, las notas al pie de página que hacía su
abuelo en aquellos libros; todo conectado por un hilo indescifrable.
Sus esfuerzos se posicionaban desde la memoria, sí, pero también desde un
anhelo por conocerse ante el encuentro con otro. La muchacha del otro lado de
la avenida, ¿lo destrozaría, o lo idealizaría al punto de desconocerlo? Imaginó
mil formas de ser herido y se sintió sobrecogido, solo, pero al menos
alguien me observa, alguien me lee, pensó. Se incorporó y caminó
hacia la ventana a fumar un porro que había preparado para sus lecturas de la
noche. No la vio ahí donde le había atrapado observándolo el otro día. Siguió
conectando pensamientos hasta que éstos se dispersaron cada vez más unos de
otros, como el humo que exhalaba o como las estrellas que observaba desde su
pequeño estudio. Se fijó en la hora, apagó lo que quedaba del porro y se fue a
la cama.
***
Cuando
salió el sol, para sorpresa de ambos, el encierro se había terminado y ahora
los pájaros eran casi imperceptibles. Se escuchaban camiones de basura, carros
haciendo fila para salir de las calles, gritos de vecinos insultándose, uno que
otro balazo, vendedores ambulantes, gritos de niños e iglesias cercanas que
celebraban un nuevo comienzo. Aquel mundo detenido en el tiempo lleno de fantasías
se desvanecía frente a sus ojos. Ambos salieron a sus ventanas y les costó
verse a los rostros pues todo el ruido parecía distorsionar las imágenes. Él intuyó
un paraíso perdiéndose en aquel instante. Ella se resignó y antes de sentir
tristeza, supo cómo seguir su historia. Dio media vuelta y se sentó a escribir.
Vio
su cama deshecha y una pluma ensangrentada que parecía descender lentamente
desde el techo hasta las sábanas. Apenas tuvo un momento para pensar y saber lo
que pasaba. Varios rugidos mecánicos surcaron el cielo de su ciudad y la tierra
tembló. Primero uno, luego dos, seguidos de más estallidos intensos, disparos
de ametralladoras, algunos gritos que se perdían entre los estallidos. Sabía
que finalmente había llegado, el día que tanto temió estaba ahí, con la muerte
extendiendo sus tentáculos por todos los rincones imaginables. En un último
arranque de valentía tomó a su gato y huyó por varias cuadras sin ver atrás ni
detenerse. Sus piernas se movían rápidamente en dirección al Hospital. Su
reacción al ver que este aún no era ruina fue un gran suspiro de alivio. Sus
compañeras y los doctores sacaban a los pacientes que aún podían ponerse en pie
y había cientos de camillas por ser movilizadas a otro refugio. Él no estaba
ahí, a donde quiera que volteara no reconocía su rostro ni la cicatriz, los
chances eran mínimos. Su gato le había ya arañado los pechos y hombros; no lo
había notado por la adrenalina. Sintió un ardor insoportable así que lo intentó
calmar mientras buscaba algún lugar donde dejarlo. Sus piernas finalmente
mostraron debilidad, temblor, pues distinguió un avión bombardero que se
dirigía directamente a donde estaban. Se dejó caer mientras abrazaba a su gato
que ahora le maullaba más suavemente, como si adivinara el fin. Ella supo
entonces que ya no habría otra oportunidad para amar en este mundo. Hasta que
el avión fue derribado por los refuerzos que llegaban en último minuto a salvar
la ciudad. Pudo levantar la mirada, con sus mejillas empapadas en lágrimas, con
una última esperanza por seguir buscando, por encontrarlo. Luego recordó que la
pluma que antes levitaba se había detenido en un charco de sangre y se echó a llorar.
Mientras
este desenlace apocalíptico era escrito, Él, del otro lado de la Avenida, simplemente
resopló y dibujó unas manos vacías con un par de versos
Aquí
sostengo el peso
de
lo que nunca tuve
suave
codorniz de ensueño
sé
que en algún lado existes.
Cerró
su cuaderno y supo que lo que venía sería aún más difícil, pero tenía ahora una
vaga idea de lo que quería hacer con las palabras. Pudo intuir el hilo
transparente del lenguaje que atraviesa el mundo y sus símbolos. Se sentó en
silencio a recordar.
***
Lo que sobrevino después para ambos fueron días de ensoñación, evasiones y timidez desde ambas rutinas en constante choque con el mundo de afuera. Únicamente sentían seguridad cuando sus dedos tomaban el objeto con que anotaban sus ideas en el papel. Aquí, querido lector, podría existir una historia infinitamente más romántica para rellenar las últimas páginas, pero ni siquiera en la ficción se pueden dar ciertos encuentros. Yo mismo he buscado al borde del fin del mundo esos secretos puentecillos que conectan nuestra vasta soledad y he fallado.
Quizá el verdadero encuentro ocurre fuera de las páginas y de las palabras mismas; en nuestra imaginación, o nuestra memoria compartida, o un deseo enterrado profundamente en nosotros del que desconocíamos su existencia. Así como aquí buscamos, tú y yo, — Él y Ella —, un puente para que nuestras voces no estén tan lejos, así mismo estos personajes tuvieron diversas oportunidades para conocerse, pero decidieron no hacerlo.
Esto salvó sus ficciones
y fueron las heridas quienes terminaron de escribir las historias. Como suele
ser. Como ha sido siempre.
Y
las aves de paso siguieron endulzando los oídos que quisieron escuchar con
atención sobre el ruido del mundo. Su música es nuestra salvación.
Los hilos teóricos que entretejen el presente ensayo se unieron a partir
de una lectura de la obra más emblemática de Nietzsche Así Hablaba
Zaratustra (1965) E.D.A.F, más específicamente de ciertos versos
encontrados en el poema titulado Entre Las Hijas del Destierro. Las
frases que lo componen poseen una connotación de nihilismo y preocupación
frente a una modernidad filosófica que cada vez se hacía más consciente de sus
limitaciones dentro de la metafísica. Sobre esta interpretación se utilizarán
los insumos teóricos de la filósofa María Zambrano, quien escribió bastante
sobre la relación entre poesía y filosofía en sus libros El hombre y lo divino
(2011) Alianza Editorial y Filosofía y poesía (2012) Fondo de
Cultura Económica.
La pregunta por responder —o quizá, con
suerte, complicar— es cómo los recursos poéticos y literarios pueden ser
considerados como propuestas filosóficas ‘serias’ en la academia. Esto,
naturalmente, teniendo en consideración otras obras como ejemplos en todo el
corpus filosófico occidental y no-occidental (Camus, Sartre, Borges, Anzaldúa,
etc.) Aquí estamos pensando en
términos de límites/fronteras por disipar, para tener en consideración otras
formas de articular pensamiento y que dichos experimentos mantengan su vigencia
sin que sucumban en su propia ambigüedad.
Para los conceptos planteados en la filosofía nietzscheana se
advocará con la revisión de Agustín Izquierdo en Friedrich Nietzsche, o el
experimento de la vida (2001) E.D.A.F. quien recoge cada tema de forma
lineal y nos ayudará a comprender ciertas cosas que escapen al encuentro puro
con el poema.
Palabras clave: Vitalidad, poesía, propuesta, experimento.
I.
El poema
de Nietzsche
No hay manera de lanzarse a ese embudo
vertiginoso y poético que es el Zaratustra de Nietzsche sin que esto
produzca en nosotros un asombro particular. Surgen, entre muchas emociones, varias
preguntas: ¿cómo es que una obra así, con características que escapan a lo que
normalmente leeríamos en el canon filosófico Occidental —entiéndase Kant,
Hegel, Spinoza, entre otros— ha sido igual de importante y estudiada
desde la filosofía? ¿puede la poesía ser una propuesta filosófica seria que
deba ser considerada dentro de ese canon?
Mientras que algunos autores siguen el estilo elegante y apacible de la lógica,
este otro pensador, este poeta decide articular un baile totalmente
distinto que se aparta de los demás e impone sus propios ritmos. Zaratustra nos
dice “…es preciso llevar dentro de uno mismo un caos para poder poner en el
mundo una estrella” (Nietzsche, 1965, p.22), y este libro es un ejemplo
perfecto de esas estrellas o creaciones que se inscriben en la
espacio-temporalidad que nos rodea, rozando más allá de sus límites. Que se
ramifican descontroladamente por todas partes, como el rizoma que anheló
Deleuze y que nos permite imaginar un mundo donde las fronteras no son tan
rígidas.
Así Hablaba Zaratustra puede
que nos muestre en algunos momentos sus propias máscaras[1]
como texto, pero en ningún momento da un paso para atrás en cuanto
experimentación. Prueba de esto es uno de los poemas en verso que nos introduce
una inquietud central para el autor y que se ubica casi al final cuyo título es
Entre Las Hijas del Destierro. Aquí la estructura y el ritmo de los
largos párrafos que anteceden es brevemente interrumpida por versos que
describen la visión de Nietzsche sobre el nihilismo. Una voz nos dice: “El
desierto crece; / ¡desgraciado del que oculta desiertos!” (Nietzsche, 1965,
p.287) y con estas sencillas frases da rienda suelta a la multiplicidad de
interpretaciones que sólo un gesto poético puede permitir. ¿No es este desierto
de alguna manera el rincón sin salida al que se dirigía tanto la metafísica
como la filosofía occidental del siglo XIX al siglo XX?[2]
Más adelante, entre todavía más
ambigüedad poética encontramos los siguientes versos:
Heme, pues, aquí, sentado,
de todos los oasis, en el más pequeño,
semejante a un dátil,
dorado, dulce, moreno,
sediento de una boca redonda de doncella,
y más aún de dientes femeninos,
cortantes, como la nieve blancos,
como la nieve fríos,
pues por ella languidecerá
de los ardientes dátiles el corazón Selah.
(Nietzsche, 1965, p.290)
Este
espacio pequeño descrito en este fragmento podría interpretarse como el
posicionamiento que se toma desde esta obra experiimental hacia lo que se hacía
entonces en la filosofía idealista-racional. Un libro como el Zaratustra que
—para contextualizarlo un poco— fue escrito con urgencia, desde estados
alterados de conciencia (se dice que Nietzsche era usuario de opio[3])
y encima que no seguía una estructura clara, podía ser fácilmente descartado
para los ‘estándares’ de la filosofía en su momento y así fue hecho por un
tiempo. Pocos referentes tomaron en cuenta a Nietzsche, e incluso, cuando esto
se hacía, era con adjetivos no favorables al autor.[4]
¿Puede entonces la poesía ser un vehículo teórico serio para la filosofía?
¿cómo reconciliar sus aparentes diferencias?
II.
Zambrano:
lo filosófico y lo poético
La teórica y filósofa española María Zambrano ha indagado en las
preguntas formuladas anteriormente en dos libros importantes: El hombre y lo
divino (1955) y Filosofía y poesía (1939). En ambas propuestas hace
una revisión historiográfica y filosófica de lo que ha significado desde Platón
esta aparente contrariedad/rivalidad entre la poesía y la filosofía. Aunque en
sus textos aún se formulen preguntas metafísicas a mi forma de ver irresolubles[5],
también me parece que hay aquí una posible interpretación de lo que es y puede
ser el fenómeno poético como un experimento o una aproximación distinta a la
filosofía. Sin embargo, es preciso hacer la distinción que, según Zambrano,
apartan al poeta y al filósofo. Zambrano dice:
Algunos de los que
sintieron su vida suspendida, su vista enredada en la hoja o en el agua, no
pudieron pasar al segundo momento en que la violencia interior hace cerrar los
ojos buscando otra hoja y otra agua más verdaderas. No, no todos fueron por el
camino de la verdad trabajosa y quedaron aferrados a lo presente e inmediato…
Fieles a las cosas, fieles a su primitiva admiración extática, no se decidieron
jamás a desgarrarla; no pudieron, porque la cosa misma se había fijado ya en
ellos, estaba impresa en su interior. Lo que el filósofo perseguía lo tenía ya
dentro de sí en cierto modo, el poeta; de cierto modo, sí, de qué diferente
manera.
(Zambrano, 2012, p.8)
En este fragmento se dejan entrever
concepciones claras de lo que significa el oficio de la poesía: quien poetiza
no trata de pensar en un mundo más claro de ideas o abstracciones. No busca
inherentemente la unidad[6]
que el método filosófico persigue con violencia. La experiencia del poeta está
ligada directamente con los objetos, con los fenómenos. Algo que, volviendo al
libro de Nietzsche, se expresa de múltiples maneras. Su propuesta filosófica en
Zaratustra no es simplemente adornar una filosofía lógica/metódica con
metáforas rebuscadas, es escribir poéticamente una filosofía. Como lo
expresa Agustín Izquierdo en su resumen sobre el pensamiento nietzscheano, “El experimento de la filosofía de
Nietzsche quiere llegar a la afirmación dionisíaca del mundo, es decir, a la
afirmación sin excepción ni elección previa…” (Izquierdo, 2001, p.141). En este
sentido, el filósofo/poeta habita dos formas de acercarse a las cosas. Quizá,
como lo expresa Zambrano, con una violencia eventual de ‘tomar’ los conceptos y
hacer metafísica, pero también han pasado primero por la experiencia vital del
poema. Sería contradictorio en Nietzsche si su pasión y prédica —cuando
habla como Zaratustra— no estuviera expresada poéticamente en la forma de
articular su pensamiento y sus vivencias.
El ser había sido definido con unidad, ante todo, por eso estaba oculto, y esa
unidad era sin duda, el imán suscitador de la violencia filosófica. Las
apariencias se destruyen unas a otras, están en perpetua guerra, quien vive en
ellas, perece… Quien tiene, pues, la unidad lo tiene todo. ¿Cómo no explicarse
la urgencia del filósofo, la violencia terrible que le hace romper las cadenas
que le amarran a la tierra y sus compañeros; qué ruptura no estaría justificada
por esta esperanza de poseerlo todo, todo?
(Zambrano, 2012, p.10)
Podrían debatirse aquí dos ideas; por un
lado, el filósofo hasta las alturas del siglo XIX y XX sí que tenía una
inclinación a ‘poseer’ la verdad, pero no es una generalidad; y también, que el
poeta utiliza finalmente una herramienta totalizante que es el lenguaje.[7]
III.
El
Zaratustra como experimento de vitalidad: más allá del siglo XIX
Una sentencia más, “¡Rugir
una vez más / rugir moralmente, / como un león moral; rugir entre las hijas del
desierto!” (Nietzsche, 1965, p.290). Imponerse desde el estruendo y la
vibración que genera el rugido de un león. Esta es la apuesta vitalista en
Nietzsche: ser como la nube de tormenta que se agiganta repentinamente sobre el
desierto. En un momento como
seres humanos nos desprendimos de la divinidad y esto generó preguntas, algo
que de alguna manera nos abría un horizonte muy distinto al del mito (Zambrano)
y las primeras canciones, los primeros poemas y las danzas alrededor del fuego
donde seres distantes aullaban, todo eso fue también nuestra ‘verdad.’ Y,
volviendo a Izquierdo: “La verdad es fea y solo el arte nos permite no perecer
en ella.” (Izquierdo, 2001, p.143).
Durante el siglo XIX y el XX hemos
visto cómo la Literatura y la Filosofía han hecho síntesis que contienen ideas
filosóficas fundamentales para sus cánones: La Náusea de Sartre o El
Extranjero de Camus, pasando también por el teatro de Godot o la
profundidad filosófica encontrada en los relatos de Borges. Todas estas
expresiones constituyen un esfuerzo por no dejarse encerrar en fronteras y
considerar que tanto la filosofía como la poesía pertenecen a campos distintos,
lejanos, sin ninguna comunicación entre sí. Esto limita nuestras capacidades
creativas como pensadores, pues si algo demostraron los filósofos vitalistas
del Siglo XIX (Kierkegaard, Nietzsche, Schopenhauer en algunos sentidos), es
que toda dimensión de la experiencia humana debe ser considerada para
estructurar nuestros pensamientos y nuestra historia.
Así, Zaratustra y Nietzsche (o quizá
ambos) se yerguen desde el rugido poético de su filosofía. Siendo un ejemplo de
lo que se puede lograr cuando no se teme a navegar entre fronteras,
bifurcaciones, caminos que creíamos inconexos.
IV.
Un
problema (o quizá varios)
Los experimentos filosóficos no presuponen una
ejecución perfecta ni un resultado cerrado. Todo lo contrario, hay tropiezos, desvíos,
evocaciones sin mayor efecto y, naturalmente, cierta frustración para el lector
que intenta organizar todo esto en sus propias ideas. Considero que, si bien
pueden darse estos ejercicios creativos y sofisticados, tampoco deben sucumbir
las ideas detrás de todos los arreglos poéticos. Un ejemplo de síntesis muy
bien logrado es lo que Gloria Anzaldúa plantea en su libro Borderlands: La
frontera en cuya estructura conviven teoría y poesía sin que esto vaya en
detrimento de la propia obra, sino que ambas cualidades se alimentan de las mismas
ideas, inyectando un dinamismo a lo que ella expresa que no es muy común de
ver.
Es amplia la huella que ha dejado Nietzsche y su Zaratustra en muchas de
las obras filosóficas y literarias de los siglos que le precedieron. ‘Un libro
para muchos y para nadie’, rezaba el subtítulo de su trabajo; algo que, cuanto
menos, es un gesto de búsqueda por la mayor de las experiencias. Así, con sus
palabras y sermones, con su visión poética de la postmodernidad (antes de que
esta siquiera se materializara), Zaratustra nos deja con la inquietud de atrevernos
a crear de otras maneras. De que las separación
brusca entre formas de expresarse también nos limita creativamente.
Bibliografía
Nietzsche, F. (1965) Así Hablaba
Zaratustra E.D.A.F. Madrid, España.
Izquierdo, A. (2001) Nietzsche,
o el experimento de la vida E.D.A.F. Madrid, España.
Zambrano, M. (2012) Filosofía y
Poesía Fondo de Cultura Económica. México.
Zambrano, M. (2011) El hombre y lo divino Alianza Editorial, España.
[1] Me refiero aquí a la súbita
artificialidad que puede notarse al ver que cada fragmento está titulado a
partir de una arista distinta de la condición humana: Moral, Estado, Amistad,
Soledad, etc. disipando así un poco la ilusión que Nietzsche quiere construir
con su ‘personaje’.
[2] Encuentro una intertextualidad significativa
—como ya lo han señalado pensadores como Žižek— entre este desierto que
avanza, que absorbe y que crece con lo que se describe en The Matrix
(1999) dirigida por las hermanas Wachowski cuando Morfeo dice ‘Welcome to
the desert of the real’.
[3] Jung explora muchos aspectos de la
creación, interpretación e impactos de este libro en múltiples seminarios a lo
largo de los años. Entre los temas se habla de que Nietzsche era visto como un drogadicto.
Jung, C. (1988) Nietzsche's
Zarathustra Notes of the Seminar given in 1934-1939. Bollingen
Series XCIX. Princeton University Press. E.U.A.
[4] El libro de Ruben Darío titulado Los
Raros hablaba de él en uno de sus capítulos.
[5] En determinado momento ella se pregunta
si es la poesía o la filosofía lo que acerca ‘más’ al ser humano hacia ese
mundo que le rodea. (Zambrano, 2012, p.7)
[6]
Sobre la unidad dice la autora que es el filósofo y no el poeta quien se
inclina más hacia ella. El poeta está disperso en la multiplicidad, incluso
llega a mencionar la palabra “pereza” para referirse a esta incapacidad por
buscar una unidad. Esto recuerda al poema de León Felipe donde llama a los
poetas ‘holgazanes.’ El poeta y el filósofo (1944)
[7] Sea una experiencia de multiplicidad
la del poema, siempre termina siendo condensado o reducida en las palabras.
Quizá quien escribe esté cercano a las cosas y los fenómenos, pero en
determinado momento debe sacrificar muchas cosas en esa transición a la palabra
escrita.