lunes, 11 de marzo de 2024

 

29  

ahora por la calle pasa un niño con una mano en el bolsillo del
   pantalón /
está contento y saca la mano del bolsillo /
abre la mano y suelta fiebres que ninguno ve /
yo tampoco las veo

Juan Gelman

    Mi barrio ha sido un escenario turbio de colores semiapagados que tintinea lentamente detrás de mis párpados como un view-finder, (a veces cruel o tierno), y me permite visualizar las piernas cortas de mi niñez atravesando nubes de polvo. Ahora me encuentro palpando texturas distintas sobre mi piel, encontrando canas que asoman desde el reflejo de mi barba en el espejo y un dolor particular en el cuello que no desaparece hasta el mediodía. Me repito: ‘No estoy tan viejo’, y, sin embargo, hace veinte años fue que me mudé por primera vez.

    En aquella calle dejé todo: una bicicleta vieja, muchas bolsitas de jugo ácido que vendían en la tienda, una infinidad de piedrecillas regadas por la punta de mi zapato cada que las pateaba. Tan sólo un mapeo fantasmal incomprensible para quienes transiten los mismos espacios al volver o salir de sus casas. Quisiera contar las cosas en orden cronológico pero, además de los cambios materiales en mis articulaciones, los ciclos de sueño y el reflujo gástrico, también he enredado la línea temporal de mi vida más que mis propios colochos.

   Los hechos son los siguientes y están pasando a cada instante:

1.       Un niño llamado Javier aprendió a silbar solito regresando de la abarrotería una mañana cualquiera de domingo y saltó de la emoción junto a una fila de pan francés que se balanceaba desde su mano.

2.     Años después, descubriría la tristeza en medio de una casa que no había sido terminada, donde ya no vería a sus amigos y encima carecía de luz eléctrica. Las siluetas de su familia subían y bajaban como monjes en un templo sombrío, así que tuvo que ponerse su sotana, cubrirse con su capucha y tomar su veladora.

3.      Gatearía lentamente y cuidadoso hasta el borde de su inmensa cama, viendo la caída hacia el piso para darse vuelta y mejor quedarse a salvo.

4.     En el kínder sería besado en la frente por una niña durante los últimos instantes del recreo, justo antes de sonar la campana. Ella lo vio y sonrió mientras él sostenía un juguito Kern’s y todos corrían de vuelta a sus salones, burlándose de él en el camino.

5.     Durante sus años de universidad, se enamoraría demasiado y terminaría roto más de una vez. Pero, como un cuenco antiguo, se negaría a ignorar su condición de riego y abundancia. No había articulación en él que se resistiera a vibrar de amor.

6.     Vería los pechos de su madre caer bajo su camisón mientras ella lo bañaba a guacalazos diciéndole cosas que no comprendía. Usaba esa dulce voz cuando había suficiente tiempo que perder y el día era hermoso.

7.     Encontraría en una librería de Manhattan una edición de los Poemas Completos de Federico García Lorca, donde aprendió de los misterios y los duendes y el juego que hace la lengua del cerebro al retorcerse y hablar en un idioma desconocido. Poesía.

8.     Vería una grabación en VHS de Las Pistas de Blue una mañana que no fue al colegio por haberse enfermado. Sus abuelos y sus papás habían batallado con aquel aparato para que no se perdiera un episodio.

9.     Escribiría poemas ridículos en un vagón de tren regresando a su casa en Queens con los ojos enrojecidos y ardientes, mientras la gente lo observaba con pena.  

10.   Se sentaría una tarde en la víspera de su cumpleaños a sujetar el hilo desordenado mientras intenta dilucidar cada fragmento de tiempo y de luz que ha atravesado sus ojos. Lo hace con la gracia de un escriba que se ha enredado en papiros hasta parecer una momia.

    Así, los 29 años se recibirían con una pizca más de alegría que de resignación. Celebraría con su amada, su familia, sus dos gatos y sus amigos. También diría algunos chistes para hacer reír a quienes ama, dejando avivar sus ojos chinos y los dientes pelados. ‘Sí, ya estamos viejos’, me digo ahora, en todos esos momentos, al unísono.

   Toda la vida está aquí.

sábado, 1 de abril de 2023

El día que supe que yo no era Batman

Recuerdo que eran los inicios de los 2000s y mis tíos eran quienes mejor estaban económicamente de toda la familia. Ellos solitos pudieron costearse una casa en el puerto para Semana Santa y nos invitaron a todos los parientes más cercanos; viajaríamos en una camioneta rentada a un piloto ruletero al que llamaban Don Julián y el destino era un chalé de algún conocido o amigo, no estoy seguro. 

El viaje fue largo y cansado, pues salimos después del almuerzo. Yo llevaba una gorra de los yankees, mi camiseta negra favorita que dejaba mostrar mis brazos robustos y una pantaloneta de lona. Me senté justo en la fila del medio, al lado de mi abuela, un primo y una tía que roncaba, —sin ofender y como se dice popularmente—, como olla de tamales. La música se perdía y cambiaba conforme nos alejábamos de la ciudad: a veces había cumbias cristianas que rozaban lo psicodélico, a veces rancheras y también un poco de merengue. Finalmente, mi papá, que iba de copiloto, sacó un disco rayadísimo de Maná que llevaba a todos lados en su discman y lo insertó en la radio. 

Oye mi amor, no me digas que no y vamos juntaaando las almas, cantaba él mientras me miraba desde el retrovisor a través de sus lentes oscuros con una sonrisa que siempre hacía. Yo le sonreía de vuelta y tarareaba. Sin darme cuenta, mi conciencia se fue disolviendo y me desvanecí entre el calor, los ronquidos, el fuerte olor de bloqueador solar y el viento de la costa que cada vez se acercaba más con su humedad. O-O-Oye mi amor, no me digas que no

De un momento a otro me despertaron y ya se ocultaba el sol. Afuera se oían grillos, mosquitos y otros insectos cuyo sonido no reconocía. Cuando bajamos las cosas, entramos a una casa grandísima llena de muebles antiguos, una chimenea que me sorprendió (sólo las había visto en las películas gringas) y grandes ventanas por las que se asomaba el horizonte lleno de palmeras y el crepúsculo derramando su luz tenue sobre el océano. Todos fuimos a nuestros cuartos asignados, guardamos la ropa para un par de días. Mi mamá ordenó su pila de cremas, mi papá fue directo al baño porque 'ya se cagaba' y yo, me di una vuelta por las habitaciones contiguas hasta encontrar la sala.

Los adultos caminaron entre risas a la parte trasera de la casa donde había hamacas, mesitas y vi que llevaban con entusiasmo una hielera entre mi tío y mi papá. Cuando la pusieron en el suelo, sonaron las botellas de vidrio chocando entre sí y el viento cerró la puerta de cedazo detrás de ellos. Esa puerta que me separaba de todo aquel mundo incomprensible, el mundo de lo adulto

Fue ahí donde empecé a sentirme un poco inseguro, triste, pero sobre todo sentí una profunda desesperación. Ya era de noche y los insectos hacían cada vez más ruido así que me senté en el comedor que estaba justo en medio de la cocina. Había una ventana abierta donde veía un montón de mosquitos y polillas revoloteando alrededor de un foco incandescente. Afuera, desde lo que pude distinguir como la copa de unos árboles, pude ver dos puntos brillantes y diminutos.

Mi cuerpo se enfrío de repente, un torrente eléctrico nacía desde mi espalda al resto de mi cuerpo y los puntos brillantes se fueron haciendo más y más grandes hasta hacerse parte de un bulto marrón oscuro. Entre chillidos y aleteos fuertes corrí debajo de la mesa sabiendo que aquella cosa era un murciélago. ¿Un murciégalo aquí en la playa? dije casi en voz alta. Para mí estos animales no sólo me resultaban exóticos sino esotéricos, misteriosos y aterrorizantes. Cuando pensaba en un murciélago pensaba en Drácula, castillos abandonados, cuevas inmensas donde las personas se pierden, aunque lleven antorchas. Jamás imaginé encontrarme con uno en la playa, en un lugar tan caluroso y lleno de zancudos, ¿buscaría mi sangre? ¿me mordería el cuello para convertirme en vampiro? 

Abracé mis rodillas mientras hundía mi rostro cubierto de lágrimas entre mis piernas y sólo escuchaba su revoloteo pesado que transitaba toda la cocina. Alguien abrió la puerta y con destreza jaló una escoba que yacía recostada entre el refrigerador y unos muebles de la esquina. Como pudo se movió cuidadosamente ahuyentando al animal fuera, hacia la ventana, hasta que finalmente se detuvo todo ruido por varios segundos. Vi como dos piernas velludas se acercaban al borde de la mesa. ¿Estás ahí colocho? dijo una voz ronca que nunca había escuchado. Era un primo de mi tío al que llamaban Nacho, así, Nacho a secas, sin ninguna pista del parentesco que tenía con los demás. Me sonrió desde aquella barba espesa y rostro grasoso. Venite dijo, extendiéndome la mano. ¿No que eras Batman pue? ¿Vos crees que Batman tiene miedo? decía, burlándose. 

Con sus manos ásperas —pero extrañamente gentiles— inspeccionó mis brazos, piernas y nuca para cerciorarse de que el murciélago no me hubiera mordido. Te rayaste mano, si te muerden esos animales te enfermás re feo. Hasta te podés morir, ¿sabías? No respondí nada y sólo asentí con los ojos llorosos.  Me llevó hasta la habitación donde mis papás y yo nos habíamos instalado. Me dijo algo así como que los hombres debíamos soportar cualquier cosa, sin importar lo que fuera. Sin chillar, sin quejarse, sin mostrar debilidad. Decía todo esto mientras agachaba su cabeza y se quitaba la gorra para mostrarme una cicatriz que atravesaba todo su cuero cabelludo. Esto me lo hice cayéndome de un puente cerca de mi casa por andar tomando, mirá. ¿Vos crees que lloré? ¿crees que me quedé tirado ahí, manito?

Sentí vergüenza entonces al recordar todas las lágrimas que yo derramaba sin justificación, sin que algo realmente ‘terrible’ pasara. Lloraba con tan sólo escuchar la letra de El Reloj Cucú de Maná cuando mi papá ponía sus discos. Lloré cuando un vecino me habló sobre el fin del mundo —cuando supe así, jugando sobre un tonel con mis muñecos rotos, que todo acabaría un día y moriríamos todos—.  Lloraba cada vez que mi mamá viajaba a otros departamentos por días enteros y yo hundía mi rostro en su almohada que aún olía a su perfume.

¿Cómo iba a sobrevivir si era tan fácil de romper, tan frágil como cualquier hoja seca que pisaba en el camino? 

Mañana levantate temprano y buscame allá afuera, ¿va? Volví a asentir con la cabeza. Desde que Nacho me había encontrado no dije una sola palabra. 

Me recosté haciéndome espacio entre pilas de ropa doblada y chunches repartidos por todo el colchón. Sólo sentí el cuerpo de mis papás entrando en las sábanas de madrugada. Olían raro y se reían de algo que murmuraban en jerigonza. Odiaba cuando hablaban en jerigonza.
Volví a cerrar mis ojos casi sin pensarlo y dormí profundamente. 
                                                                
                                                                             ***
Un amanecer en la playa es muy distinto a lo que se ve y se siente en la ciudad. Aquí no hay prisas, humo de camioneta, bocinas sonando, ni el ruido copioso de la regadera con la que mis papás se bañan antes de ir a trabajar. Hasta la luz del sol parece llegar perezosamente, tomándose su tiempo para alumbrar cada cuerpo que reposa sobre la arena. 

Lo primero que vi fue la puerta abierta que guiaba a los otros cuartos y el comedor. No pude distinguir si mis papás la habían cerrado o no cuando entraron. Recordé entonces mi cita con Nacho y salí despacio de la cama sin hacer ruido. Me puse mi pantaloneta, camisa y sandalias favoritas y caminé por el pasillo. 

En la mesa había un vaso con agua a la mitad, una copia de Nuestro Diario y un cenicero lleno de colillas. Caminando un poco más me encontré con la silueta de Nacho fumando bajo el marco de la puerta principal. Me volteó a ver como si llevara rato esperándome. ¿A vos te da miedo el mar? me dijo, usando el mismo tono burlón de la noche anterior. 

Pensé en aquella pregunta seriamente mientras miraba mis piernas, cabizbajo. ¿Por qué temerle al mar? Incluso podía escucharlo desde ahí, en ese espacio que ahora parecía tan pequeño y compacto en comparación del océano, de su inmensidad, de lo desconocido. Sí, un poco, respondí.

Venite, te voy a enseñar algo. 

Lo que prosiguió fue adornado en gran manera por mi memoria —o la memoria de quien escribe, pues no se sabe cuándo irrumpe una voz sobre otra, así como no se sabe dónde terminan las olas cuando chocan entre sí—, pero quien observara aquella escena simplemente vería esto: 

Un hombre barbudo y ebrio de mediana edad junto a un niño regordete se sostenían de la mano en una playa de arena negra, sucia y fea, adentrándose en el mar durante el amanecer.  Y ya, eso era todo lo que ocurría.

Pero en realidad, para mí (esto es, dentro de mí o dentro-hacia-fuera de mí):

Era la primera vez que caminaba hacia la inmensidad del océano sin miedo, confiando plenamente en un desconocido. Mis piernas no temblaban y no me sentía nervioso. ¿Ya no tenés miedo, Batman? Nacho me miraba con cierta ternura mientras las olas iban y venían, levantándome. Reí un poco. Una luz radiante, naranja y tibia sangraba desde el horizonte hacia nuestros cuerpos, hacia el cielo, hacia toda la playa. Sentía el ardor de la sal en los ojos y también el fuerte olor del agua. Yo no soy Batman le dije, recuperándome de las risas. Sólo era entonces un niño que descubría las vicisitudes de la vida; terror y gozo, belleza y fealdad sucediéndose tan  cercanas como estos recuerdos, estas palabras, estos oleajes-sentimientos. 

Mis tíos habían madrugado y salieron a encontrarnos desde lejos. Pude distinguir el cambio en su semblante de preocupación a ternura al vernos ahí. ¿Qué están haciendo? 

Nada, les grité, venimos a decirle buenos días al mar

viernes, 2 de diciembre de 2022

Aves de Paso

 

“We’re existentially alone on the planet.
I can’t know what you’re thinking and feeling
and you can’t know what I’m thinking and feeling.
 And the very best works construct a bridge
 across that abyss of human loneliness.”

David Foster Wallace

 

Aquellas mañanas el mundo amanecía a la expectativa de nuevos sonidos ya sea un pájaro que acababa de mudarse al vecindario, o el leve golpeteo de la lluvia sobre las láminas. La gente había aguzado sus sentidos y vivían alertas como los gatos. Las casas se poblaban de pequeños rituales que sostenían el tiempo; prueba irrefutable de que son nuestras acciones, grandes y pequeñas, las que finalmente hacen girar esas máquinas extrañamente bellas que llamamos relojes. En aquel escenario, dos figuras sobresalían.

Él:  aún enredado entre las sábanas, se desperezaba.
Ella:  balanceando sus pies sobre el alféizar de la ventana, recostada en su silla y pretendiendo leer un libro que no podía terminar hace días.

  Ambos habían evolucionado con el encierro, tanto física como espiritualmente. Para empezar, sus sueños se habían magnificado, al igual que las pesadillas. A pesar de que ninguno prestaba atención a ello antes de que el mundo cambiara, compartían la existencia de un olvidado diario de sueños. Ahora, cada mañana se despertaban entusiasmados por volver a escribir en sus páginas. Recorrían nuevamente, con dificultad, la narrativa y las imágenes de las que habían logrado salir como de una densa niebla. Había viajes extensos por praderas verdosas, laberintos, mares tormentosos, paisajes distorsionados de la infancia y otros lugares que jamás habían visitado.


Ella aprovechaba cada instante para rescatar alguna historia.
Él, simplemente se enfocaba en las sensaciones, en los olores y sabores.

Una noche llegó a soñar con un viejo platillo que preparaba su abuela. En su cuaderno apuntó cada verdura que pudo saborear. Cada aroma distintivo. La nitidez con que sentía los detalles le parecía increíble.

Así, cada uno con su manía, hacían esfuerzos por recobrarse a sí mismos en aquellas dimensiones. Como dije antes, primero fueron los sueños y después, después los sonidos de afuera.

No hubo época más importante para los pájaros y su música. Cada día había un nuevo canto, una entonación o chasqueo distinto en esas pequeñas gargantas. Desde los cables y entre los árboles, reposando sobre lazos para colgar la ropa o desde muros de contención. Ahora resultaba imposible no escucharlos. Como un concierto que se multiplicaba y saludaba a la mañana, como si la verdadera música del mundo ahora flotara libre desde sus pechos.
Todo pájaro era un pequeño milagro.

Él escuchaba solamente las tonalidades más graves y consecutivas.
Ella, dejaba rodearse por todos y cada uno de los cantos y perdía la cuenta, pues eran muchísimos.

Ambos soñadores y esponjas de sensibilidad, estaban conectados secretamente pero resultaban más ajenos que el desierto al océano. Sus dos mundos existían compactos y silenciosos, hasta que una mañana, ella logró verlo desde el otro lado de la avenida.

Él, limpiando con un trapo levemente húmedo cada mueble de su estudio y sacudiendo todo a su paso. No usaba camisa y su piel morena resaltaba por la luz del amanecer.

Ella, atrapada como una mosca sobre una telaraña, no podía despegar sus ojos de Él. Quería adivinar su edad, el timbre de su voz, a qué olía su piel. Imaginaba que se asomaba a la ventana y se desnudaba frente a ella. Esta posibilidad le hizo estremecerse y sentir un ardor que nacía entre sus piernas. Quiso dibujarlo o escribirle un poema o masturbarse todas las noches pensándolo. 

 A pesar de esa pequeña chispa, el muchacho no había logrado verla desde su ventana. Estaba muy concentrado y las partículas de polvo nublaban parte de la habitación cada vez que sacudía los libros. Recorría viejos títulos con la mirada y se detenía a revisar los lomos, las contraportadas para envolver de plástico los que ya estaban muy viejos. Algunos regalados desde hace años, o heredados por familiares que apenas y los habían ojeado: Balzac y Maupassant. Dostoievski y Chéjov. Faulkner, Dos Passos, Hemingway. Tanto ediciones cutres como clásicos de colección en pasta dura. Parecía tenerlo todo.

Ella estaba decidida, le haría una pieza de arte lo más antes posible. Aquella noche le costó dormir. No eran los mosquitos, ni el calor o la humedad. Era que no sabía qué hacerle, se sentía totalmente inútil.

Un sábado Ella se sentó desde la mañana frente a su ventana, con un pequeño ventilador y una pila de papel. Desde que salió el sol hasta el final de la tarde no paró de escribir, borrar, editar, arrugar páginas, frotarse la cabeza con angustia, mordiendo lápiz y borrador, con los dedos entumecidos y un dolor de espalda terrible.
Escribió y escribió como loca y cada palabra parecía desvanecerse y perder su encanto una vez inscrita sobre el papel. Llenó un cuaderno con versos, prosa poética, recuerdos, sueños, pero no logró encontrar las palabras adecuadas. Esa noche estuvo muy cerca de darse por vencida. Otra vez, sin conciliar el sueño, decidió darse un estirón de medianoche en su ventana.

Él, también cansado y desvelado, se encontraba en su estudio, muy concentrado en su computadora y dando chupadas largas a su cigarro. El humo era denso y salía de su ventana, dejando un rastro azulado y pálido a la luz de la luna. La avenida estaba oscura y silenciosa, ni una nube sobre el firmamento. Era un paisaje onírico.

Ella decidió cuidarlo toda la noche sentada en su silla, cubierta de una vieja chamarra que le había regalado su madre. Envuelta por completo a excepción de su rostro, se recostó, con los pies sobre la ventana hasta quedarse dormida.

 Amanecía y otra vez cantaban nuevos pájaros, esta vez la mañana estaba cubierta por una neblina espesa. Ella se estiró y, al levantarse de golpe, se dio cuenta que el muchacho estaba recostado sobre su ventana del otro lado de la avenida y miraba directamente a su estudio.

Ella, sobresaltada, dio un pequeño grito y buscó la forma de correr a su cuarto tropezando torpemente con su chamarra. Finalmente, respirando agitadamente detrás de la puerta, se decidió a no salir ahí hasta medio día. Aguantó hambre y sed, se quitó toda la ropa por el calor y cruzó sus piernas desnudas sobre la pared, extendiéndolas y cubriendo su rostro con el antebrazo. ¿Se había fijado en ella o simplemente intentaba limpiar algo desde la ventana?

 Al pasar unas horas, se acercó lentamente a la puerta y con un ojo se aseguró que el estudio estuviera cerrado. Salió finalmente, con aire pensativo y entró: no había nadie del otro lado. Sólo el sol, ahora incandescente, unos zanates y los árboles resecos. Suspiró de alivio y optó por seguir trabajando el resto del día. Otra pila de papel, otras historias, una particular le había gustado.

Durante la última guerra, una enfermera atendía a los moribundos de la peste que azotaba la región. Era el peor invierno que había acaecido sobre su país y los días eran largos y grises. Ella llegaba a cubrir turnos de 16 horas, regresando a su casa tan exhausta que sólo picaba algo de su refrigerador y luego dormía como un tronco. Habían sido meses enteros así: figuras enrojecidas y delgadas que reposaban en camillas, entrando y saliendo, entrando y saliendo hasta desvanecerse. Con la guerra también venían ciertas enfermedades; pacientes que tosían sangre o que intentaban respirar desesperadamente. Lo único bueno pensaba Ella —, es que no debía deshacerse de los cuerpos y pasar por el ritual doloroso de aventarlos en aquellas zanjas hondísimas, como había escuchado a un par de guardias narrar el otro día. Ella sólo preparaba la antesala de lo inevitable, como una tímida ayudante de la muerte. Aquel razonamiento sombrío le inquietaba de vez en cuando, sobre todo en las tardes silenciosas.

Un día, un joven entró súbitamente a la sala de emergencias y se desplomó frente a su despacho, jadeante. Rápidamente y con la ayuda de otros doctores, subieron el cuerpo del muchacho sobre una camilla para atenderlo lo más rápido posible. Estuvo con él desde los momentos críticos hasta que, por fin, luchando arduamente, logró estabilizarse. Más tarde fue trasladado a una habitación con otros pacientes. No había recobrado la conciencia aún y su semblante reflejaba una serenidad profunda, casi como si hubiese muerto. Su cabello era largo, tenía las cejas pobladas y la nariz aguileña. Su cuerpo era flaco y moreno, con una cicatriz en el vientre. Desde el otro lado de la habitación, Ella lo observaba y encontró la calma en el movimiento frágil del enfermo al respirar. Imaginaba una delgada pluma que levitaba lentamente sobre su pecho y que con suerte no dejaría de moverse mientras él siguiera respirando.

Terminó su turno y regresó a casa. Durante cada momento de vacío y de silencio, el muchacho se encontraba ahí, reposando eternamente detrás de sus párpados. La pluma levitando de nuevo, y luego la respiración trabajosa, el recuerdo de algún verano intenso, las manos tiernas de su madre en sus mejillas, pasos inquietos de su infancia, su hermana practicando el segundo movimiento del concierto para piano de Ravel cuando adolescente, la primera vez que tuvo un orgasmo uno de verdad—; toda memoria venía sobre ella simultáneamente y desde todas partes. Entró a su apartamento sintiéndose aturdida y decidió sentarse en su sofá para no pensar. Su gato estaba recostado sobre el televisor, el refrigerador hacía el zumbido de siempre y afuera sonaba el viento soplando fuerte.

 Cuando logró relajarse, notó que había un rastro de plumas sobre el pasillo que daba a su cuarto. Éstas eran oscuras y de todos tamaños. Pensó en lo peor y se acercó lentamente al felino, tomándolo de las patas para ver si tenían sangre. Resultaron estar limpias y tampoco en sus colmillos había manchas o alguna pluma sobre su pelaje. Con extrañeza, dejó al gato en una silla y se acercó a su habitación para abrir la puerta lentamente. Sostuvo la respiración unos segundos y puso su oído sobre la madera: adentro no se escuchaba nada, era lo mismo de siempre, sólo el zumbido del refrigerador y el viento soplando afuera. Se apoyó, decidida, concentrando toda fuerza en su hombro y haciendo su rostro a un lado por si el ave salía aún estaba ahí y salía violentamente. Empujó con fuerza, puso su pie firmemente hacia el frente y estiró su brazo para encender la luz de golpe.

Se detuvo como sacada de un trance profundo para ver la hora: eran las 9 de la noche y había pasado todo el día escribiendo. Se estiró y volvió a pensar en aquella historia; aún no tenía idea de hacia dónde iba, pero creía en ella. A veces, pensó, esto es lo único que se necesita: creer en una historia lo suficiente como para hacerla real y perseguirla hasta el fin del mundo.

Vio del otro lado de la avenida y la luz del estudio estaba encendida, mas Él no estaba ni en la silla ni recostado sobre el alféizar, ni en ninguna otra parte. Sólo veía las siluetas de libreras, el escritorio viejo, unas pinturas y algunos objetos que se perdían en la oscuridad. Pensó en él y quiso esperarlo, pero sus ojos se cerraban en contra de su voluntad, así que se levantó y caminó hacia su cuarto. Durmió profundamente sin sueños ni pesadillas, como si se hubiese desvanecido de la faz de la tierra.

 

                                                                            ***

Él estaba recostado sobre el piso y garabateaba en una libreta vieja que tenía desde años atrás. En ella, había bocetos de pájaros, siluetas humanas, versos. Escribía poesía o al menos intentaba escribir poesía, pero su experiencia del mundo era muy escasa; pensaba, qué puedo escribir yo, un mocoso que no ha vivido casi nada, que se ha enamorado poco y no ha conocido el sufrimiento, el sufrimiento de verdad. Aún con esa inseguridad, se adentraba en las palabras como quien busca algo en un cuarto oscuro sin poder encontrar el interruptor de la luz: escribir para él era un misterio que dejaba registro de todas sus preguntas y que, por instantes, parecía develar una respuesta. Había decidido escribir sobre el piso porque no quería sentirse observado; la otra noche vio a una mujer del otro lado de la avenida y se sintió desnudo, horrorizado. No había conectado con nadie desde que inició el encierro y, naturalmente, se había desacostumbrado a la vulnerabilidad. La posibilidad de sentir de nuevo era también una puerta para que el dolor entrara en su vida y aunque ansiaba esas experiencias, también huía de ellas como un niño asustado.

Detuvo sus pensamientos por un momento y en un arranque de ideas, su mano se deslizó por la hoja de papel

Como si solo quedara esta noche,

escribo aquí para ser testigo de las estrellas

para reír, para llorar, para dejar estas memorias;

diamantes tristes que se hunden en la arena

 

Tengo en mí una sed particular,

un vacío profundo en el que hace eco mi voz:

quiero enamorarme y arder en el horizonte

pero también huyo de la luz y del amor

como una lechuza tímida.

 

Leyó lo que escribió en voz alta y dijo pura mierda, arrugó el papel y lo tiró lejos sobre su escritorio. Reposó su cabeza sobre sus brazos cruzados y pensó en su abuela, en esa tarde remota después del colegio en que llovía como si el cielo fuera a desmoronarse. Estaba parado en una fila junto a sus otros compañeros bajo un pasillo que daba al patio y veía las gotas desintegrándose contra el concreto. Uno a uno, los otros niños se iban con sus padres, tíos, abuelos y pensó por un instante que nadie llegaría por él, que se ahogaría ahí bajo la lluvia y se puso a llorar. Justo en ese instante vio que una sombrilla celeste se abría desde el portón y una pequeña cabeza cubierta por largos cabellos entrecanos le sonreía. Sonrío de vuelta. Se limpió lágrimas y mocos y corrió hasta ella, hundiendo su cara en la blusa de terciopelo. Vámonos, mijo, están bravas las nubes. Las calles de su barrio estaban inundadas y torrentes de agua fluían como ríos por ambos lados, arrastrando toda basura a su paso, ¡Es un diluvio mama!, ¡Es un diluvio!, gritaba él lleno de júbilo mientras saltaba sobre los charcos y tomaba la mano de la anciana que le sonreía nerviosamente. Ella seguramente pensó en que ojalá no se empaparan más de lo que ya estaban y, al mismo tiempo, en dónde había aprendido él esa palabra. Al llegar a casa su abuela le preparó una sopa caliente que llenó de amor su estómago y su pequeño cuerpo mientras escuchaba los canarios cantar desde arriba de la pila. Pronto empezaría su programa favorito en la televisión. Todo ese calor y ese amor ahora tan lejanos, tan extraños, como si hubieran ocurrido en el sueño de alguien más, ¿es por esto escribía en su libreta? ¿quería detener un poco al abismo que constantemente amenaza nuestra memoria? Y algo más importante ¿es recordar una forma de escribir? Preguntas que se sucedían y repetían y rumiaban su cabeza desde adentro como termitas furiosas. El trazo frágil de sus versos, los largos y densos párrafos de sus novelas rusas favoritas, los diarios íntimos de aquellos escritores que tanto admiraba, las notas al pie de página que hacía su abuelo en aquellos libros; todo conectado por un hilo indescifrable. Sus esfuerzos se posicionaban desde la memoria, sí, pero también desde un anhelo por conocerse ante el encuentro con otro. La muchacha del otro lado de la avenida, ¿lo destrozaría, o lo idealizaría al punto de desconocerlo? Imaginó mil formas de ser herido y se sintió sobrecogido, solo, pero al menos alguien me observa, alguien me lee, pensó. Se incorporó y caminó hacia la ventana a fumar un porro que había preparado para sus lecturas de la noche. No la vio ahí donde le había atrapado observándolo el otro día. Siguió conectando pensamientos hasta que éstos se dispersaron cada vez más unos de otros, como el humo que exhalaba o como las estrellas que observaba desde su pequeño estudio. Se fijó en la hora, apagó lo que quedaba del porro y se fue a la cama.

 

***

Cuando salió el sol, para sorpresa de ambos, el encierro se había terminado y ahora los pájaros eran casi imperceptibles. Se escuchaban camiones de basura, carros haciendo fila para salir de las calles, gritos de vecinos insultándose, uno que otro balazo, vendedores ambulantes, gritos de niños e iglesias cercanas que celebraban un nuevo comienzo. Aquel mundo detenido en el tiempo lleno de fantasías se desvanecía frente a sus ojos. Ambos salieron a sus ventanas y les costó verse a los rostros pues todo el ruido parecía distorsionar las imágenes. Él intuyó un paraíso perdiéndose en aquel instante. Ella se resignó y antes de sentir tristeza, supo cómo seguir su historia. Dio media vuelta y se sentó a escribir.

Vio su cama deshecha y una pluma ensangrentada que parecía descender lentamente desde el techo hasta las sábanas. Apenas tuvo un momento para pensar y saber lo que pasaba. Varios rugidos mecánicos surcaron el cielo de su ciudad y la tierra tembló. Primero uno, luego dos, seguidos de más estallidos intensos, disparos de ametralladoras, algunos gritos que se perdían entre los estallidos. Sabía que finalmente había llegado, el día que tanto temió estaba ahí, con la muerte extendiendo sus tentáculos por todos los rincones imaginables. En un último arranque de valentía tomó a su gato y huyó por varias cuadras sin ver atrás ni detenerse. Sus piernas se movían rápidamente en dirección al Hospital. Su reacción al ver que este aún no era ruina fue un gran suspiro de alivio. Sus compañeras y los doctores sacaban a los pacientes que aún podían ponerse en pie y había cientos de camillas por ser movilizadas a otro refugio. Él no estaba ahí, a donde quiera que volteara no reconocía su rostro ni la cicatriz, los chances eran mínimos. Su gato le había ya arañado los pechos y hombros; no lo había notado por la adrenalina. Sintió un ardor insoportable así que lo intentó calmar mientras buscaba algún lugar donde dejarlo. Sus piernas finalmente mostraron debilidad, temblor, pues distinguió un avión bombardero que se dirigía directamente a donde estaban. Se dejó caer mientras abrazaba a su gato que ahora le maullaba más suavemente, como si adivinara el fin. Ella supo entonces que ya no habría otra oportunidad para amar en este mundo. Hasta que el avión fue derribado por los refuerzos que llegaban en último minuto a salvar la ciudad. Pudo levantar la mirada, con sus mejillas empapadas en lágrimas, con una última esperanza por seguir buscando, por encontrarlo. Luego recordó que la pluma que antes levitaba se había detenido en un charco de sangre y se echó a llorar.

Mientras este desenlace apocalíptico era escrito, Él, del otro lado de la Avenida, simplemente resopló y dibujó unas manos vacías con un par de versos

Aquí sostengo el peso

de lo que nunca tuve

suave codorniz de ensueño

sé que en algún lado existes.

Cerró su cuaderno y supo que lo que venía sería aún más difícil, pero tenía ahora una vaga idea de lo que quería hacer con las palabras. Pudo intuir el hilo transparente del lenguaje que atraviesa el mundo y sus símbolos. Se sentó en silencio a recordar.

***

Lo que sobrevino después para ambos fueron días de ensoñación, evasiones y timidez desde ambas rutinas en constante choque con el mundo de afuera. Únicamente sentían seguridad cuando sus dedos tomaban el objeto con que anotaban sus ideas en el papel. Aquí, querido lector, podría existir una historia infinitamente más romántica para rellenar las últimas páginas, pero ni siquiera en la ficción se pueden dar ciertos encuentros. Yo mismo he buscado al borde del fin del mundo esos secretos puentecillos que conectan nuestra vasta soledad y he fallado. 

Quizá el verdadero encuentro ocurre fuera de las páginas y de las palabras mismas; en nuestra imaginación, o nuestra memoria compartida, o un deseo enterrado profundamente en nosotros del que desconocíamos su existencia. Así como aquí buscamos, tú y yo, — Él y Ella —, un puente para que nuestras voces no estén tan lejos, así mismo estos personajes tuvieron diversas oportunidades para conocerse, pero decidieron no hacerlo. 

Esto salvó sus ficciones y fueron las heridas quienes terminaron de escribir las historias. Como suele ser. Como ha sido siempre.

Y las aves de paso siguieron endulzando los oídos que quisieron escuchar con atención sobre el ruido del mundo. Su música es nuestra salvación.

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 21 de noviembre de 2022

La poesía como propuesta filosófica: Un análisis teórico-poético de Así Hablaba Zaratustra

 


     Los hilos teóricos que entretejen el presente ensayo se unieron a partir de una lectura de la obra más emblemática de Nietzsche Así Hablaba Zaratustra (1965) E.D.A.F, más específicamente de ciertos versos encontrados en el poema titulado Entre Las Hijas del Destierro. Las frases que lo componen poseen una connotación de nihilismo y preocupación frente a una modernidad filosófica que cada vez se hacía más consciente de sus limitaciones dentro de la metafísica. Sobre esta interpretación se utilizarán los insumos teóricos de la filósofa María Zambrano, quien escribió bastante sobre la relación entre poesía y filosofía en sus libros El hombre y lo divino (2011) Alianza Editorial y Filosofía y poesía (2012) Fondo de Cultura Económica.

      La pregunta por responder —o quizá, con suerte, complicar— es cómo los recursos poéticos y literarios pueden ser considerados como propuestas filosóficas ‘serias’ en la academia. Esto, naturalmente, teniendo en consideración otras obras como ejemplos en todo el corpus filosófico occidental y no-occidental (Camus, Sartre, Borges, Anzaldúa, etc.)      Aquí estamos pensando en términos de límites/fronteras por disipar, para tener en consideración otras formas de articular pensamiento y que dichos experimentos mantengan su vigencia sin que sucumban en su propia ambigüedad.

     Para los conceptos planteados en la filosofía nietzscheana se advocará con la revisión de Agustín Izquierdo en Friedrich Nietzsche, o el experimento de la vida (2001) E.D.A.F. quien recoge cada tema de forma lineal y nos ayudará a comprender ciertas cosas que escapen al encuentro puro con el poema.

 

Palabras clave: Vitalidad, poesía, propuesta, experimento.


I.                El poema de Nietzsche

       No hay manera de lanzarse a ese embudo vertiginoso y poético que es el Zaratustra de Nietzsche sin que esto produzca en nosotros un asombro particular. Surgen, entre muchas emociones, varias preguntas: ¿cómo es que una obra así, con características que escapan a lo que normalmente leeríamos en el canon filosófico Occidental —entiéndase Kant, Hegel, Spinoza, entre otros ha sido igual de importante y estudiada desde la filosofía? ¿puede la poesía ser una propuesta filosófica seria que deba ser considerada dentro de ese canon?
Mientras que algunos autores siguen el estilo elegante y apacible de la lógica, este otro pensador, este poeta decide articular un baile totalmente distinto que se aparta de los demás e impone sus propios ritmos. Zaratustra nos dice “…es preciso llevar dentro de uno mismo un caos para poder poner en el mundo una estrella” (Nietzsche, 1965, p.22), y este libro es un ejemplo perfecto de esas estrellas o creaciones que se inscriben en la espacio-temporalidad que nos rodea, rozando más allá de sus límites. Que se ramifican descontroladamente por todas partes, como el rizoma que anheló Deleuze y que nos permite imaginar un mundo donde las fronteras no son tan rígidas.

    Así Hablaba Zaratustra puede que nos muestre en algunos momentos sus propias máscaras[1] como texto, pero en ningún momento da un paso para atrás en cuanto experimentación. Prueba de esto es uno de los poemas en verso que nos introduce una inquietud central para el autor y que se ubica casi al final cuyo título es Entre Las Hijas del Destierro. Aquí la estructura y el ritmo de los largos párrafos que anteceden es brevemente interrumpida por versos que describen la visión de Nietzsche sobre el nihilismo. Una voz nos dice: “El desierto crece; / ¡desgraciado del que oculta desiertos!” (Nietzsche, 1965, p.287) y con estas sencillas frases da rienda suelta a la multiplicidad de interpretaciones que sólo un gesto poético puede permitir. ¿No es este desierto de alguna manera el rincón sin salida al que se dirigía tanto la metafísica como la filosofía occidental del siglo XIX al siglo XX?[2]

Más adelante, entre todavía más ambigüedad poética encontramos los siguientes versos:

Heme, pues, aquí, sentado,

de todos los oasis, en el más pequeño,

semejante a un dátil,

dorado, dulce, moreno,

sediento de una boca redonda de doncella,

y más aún de dientes femeninos,

cortantes, como la nieve blancos,

como la nieve fríos,

pues por ella languidecerá

de los ardientes dátiles el corazón Selah.

(Nietzsche, 1965, p.290)

 

      Este espacio pequeño descrito en este fragmento podría interpretarse como el posicionamiento que se toma desde esta obra experiimental hacia lo que se hacía entonces en la filosofía idealista-racional. Un libro como el Zaratustra que —para contextualizarlo un poco— fue escrito con urgencia, desde estados alterados de conciencia (se dice que Nietzsche era usuario de opio[3]) y encima que no seguía una estructura clara, podía ser fácilmente descartado para los ‘estándares’ de la filosofía en su momento y así fue hecho por un tiempo. Pocos referentes tomaron en cuenta a Nietzsche, e incluso, cuando esto se hacía, era con adjetivos no favorables al autor.[4] ¿Puede entonces la poesía ser un vehículo teórico serio para la filosofía? ¿cómo reconciliar sus aparentes diferencias?


II.             Zambrano: lo filosófico y lo poético

 

     La teórica y filósofa española María Zambrano ha indagado en las preguntas formuladas anteriormente en dos libros importantes: El hombre y lo divino (1955) y Filosofía y poesía (1939). En ambas propuestas hace una revisión historiográfica y filosófica de lo que ha significado desde Platón esta aparente contrariedad/rivalidad entre la poesía y la filosofía. Aunque en sus textos aún se formulen preguntas metafísicas a mi forma de ver irresolubles[5], también me parece que hay aquí una posible interpretación de lo que es y puede ser el fenómeno poético como un experimento o una aproximación distinta a la filosofía. Sin embargo, es preciso hacer la distinción que, según Zambrano, apartan al poeta y al filósofo. Zambrano dice:

Algunos de los que sintieron su vida suspendida, su vista enredada en la hoja o en el agua, no pudieron pasar al segundo momento en que la violencia interior hace cerrar los ojos buscando otra hoja y otra agua más verdaderas. No, no todos fueron por el camino de la verdad trabajosa y quedaron aferrados a lo presente e inmediato… Fieles a las cosas, fieles a su primitiva admiración extática, no se decidieron jamás a desgarrarla; no pudieron, porque la cosa misma se había fijado ya en ellos, estaba impresa en su interior. Lo que el filósofo perseguía lo tenía ya dentro de sí en cierto modo, el poeta; de cierto modo, sí, de qué diferente manera.

 (Zambrano, 2012, p.8)

       En este fragmento se dejan entrever concepciones claras de lo que significa el oficio de la poesía: quien poetiza no trata de pensar en un mundo más claro de ideas o abstracciones. No busca inherentemente la unidad[6] que el método filosófico persigue con violencia. La experiencia del poeta está ligada directamente con los objetos, con los fenómenos. Algo que, volviendo al libro de Nietzsche, se expresa de múltiples maneras. Su propuesta filosófica en Zaratustra no es simplemente adornar una filosofía lógica/metódica con metáforas rebuscadas, es escribir poéticamente una filosofía. Como lo expresa Agustín Izquierdo en su resumen sobre el pensamiento nietzscheano, “El experimento de la filosofía de Nietzsche quiere llegar a la afirmación dionisíaca del mundo, es decir, a la afirmación sin excepción ni elección previa…” (Izquierdo, 2001, p.141). En este sentido, el filósofo/poeta habita dos formas de acercarse a las cosas. Quizá, como lo expresa Zambrano, con una violencia eventual de ‘tomar’ los conceptos y hacer metafísica, pero también han pasado primero por la experiencia vital del poema. Sería contradictorio en Nietzsche si su pasión y prédica —cuando habla como Zaratustra— no estuviera expresada poéticamente en la forma de articular su pensamiento y sus vivencias.


El ser había sido definido con unidad, ante todo, por eso estaba oculto, y esa unidad era sin duda, el imán suscitador de la violencia filosófica. Las apariencias se destruyen unas a otras, están en perpetua guerra, quien vive en ellas, perece… Quien tiene, pues, la unidad lo tiene todo. ¿Cómo no explicarse la urgencia del filósofo, la violencia terrible que le hace romper las cadenas que le amarran a la tierra y sus compañeros; qué ruptura no estaría justificada por esta esperanza de poseerlo todo, todo?

 

(Zambrano, 2012, p.10)


      Podrían debatirse aquí dos ideas; por un lado, el filósofo hasta las alturas del siglo XIX y XX sí que tenía una inclinación a ‘poseer’ la verdad, pero no es una generalidad; y también, que el poeta utiliza finalmente una herramienta totalizante que es el lenguaje.[7]

 

III.           El Zaratustra como experimento de vitalidad: más allá del siglo XIX

     Una sentencia más, “¡Rugir una vez más / rugir moralmente, / como un león moral; rugir entre las hijas del desierto!” (Nietzsche, 1965, p.290). Imponerse desde el estruendo y la vibración que genera el rugido de un león. Esta es la apuesta vitalista en Nietzsche: ser como la nube de tormenta que se agiganta repentinamente sobre el desierto. En un momento como seres humanos nos desprendimos de la divinidad y esto generó preguntas, algo que de alguna manera nos abría un horizonte muy distinto al del mito (Zambrano) y las primeras canciones, los primeros poemas y las danzas alrededor del fuego donde seres distantes aullaban, todo eso fue también nuestra ‘verdad.’ Y, volviendo a Izquierdo: “La verdad es fea y solo el arte nos permite no perecer en ella.” (Izquierdo, 2001, p.143).

          Durante el siglo XIX y el XX hemos visto cómo la Literatura y la Filosofía han hecho síntesis que contienen ideas filosóficas fundamentales para sus cánones: La Náusea de Sartre o El Extranjero de Camus, pasando también por el teatro de Godot o la profundidad filosófica encontrada en los relatos de Borges. Todas estas expresiones constituyen un esfuerzo por no dejarse encerrar en fronteras y considerar que tanto la filosofía como la poesía pertenecen a campos distintos, lejanos, sin ninguna comunicación entre sí. Esto limita nuestras capacidades creativas como pensadores, pues si algo demostraron los filósofos vitalistas del Siglo XIX (Kierkegaard, Nietzsche, Schopenhauer en algunos sentidos), es que toda dimensión de la experiencia humana debe ser considerada para estructurar nuestros pensamientos y nuestra historia.

    Así, Zaratustra y Nietzsche (o quizá ambos) se yerguen desde el rugido poético de su filosofía. Siendo un ejemplo de lo que se puede lograr cuando no se teme a navegar entre fronteras, bifurcaciones, caminos que creíamos inconexos.

 

IV.           Un problema (o quizá varios)

     Los experimentos filosóficos no presuponen una ejecución perfecta ni un resultado cerrado. Todo lo contrario, hay tropiezos, desvíos, evocaciones sin mayor efecto y, naturalmente, cierta frustración para el lector que intenta organizar todo esto en sus propias ideas. Considero que, si bien pueden darse estos ejercicios creativos y sofisticados, tampoco deben sucumbir las ideas detrás de todos los arreglos poéticos. Un ejemplo de síntesis muy bien logrado es lo que Gloria Anzaldúa plantea en su libro Borderlands: La frontera en cuya estructura conviven teoría y poesía sin que esto vaya en detrimento de la propia obra, sino que ambas cualidades se alimentan de las mismas ideas, inyectando un dinamismo a lo que ella expresa que no es muy común de ver.

     Es amplia la huella que ha dejado Nietzsche y su Zaratustra en muchas de las obras filosóficas y literarias de los siglos que le precedieron. ‘Un libro para muchos y para nadie’, rezaba el subtítulo de su trabajo; algo que, cuanto menos, es un gesto de búsqueda por la mayor de las experiencias. Así, con sus palabras y sermones, con su visión poética de la postmodernidad (antes de que esta siquiera se materializara), Zaratustra nos deja con la inquietud de atrevernos a crear de otras maneras.  De que las separación brusca entre formas de expresarse también nos limita creativamente.

 

Bibliografía

Nietzsche, F. (1965) Así Hablaba Zaratustra E.D.A.F. Madrid, España.

Izquierdo, A. (2001) Nietzsche, o el experimento de la vida E.D.A.F. Madrid, España.

Zambrano, M. (2012) Filosofía y Poesía Fondo de Cultura Económica. México.
Zambrano, M. (2011) El hombre y lo divino Alianza Editorial, España.



[1] Me refiero aquí a la súbita artificialidad que puede notarse al ver que cada fragmento está titulado a partir de una arista distinta de la condición humana: Moral, Estado, Amistad, Soledad, etc. disipando así un poco la ilusión que Nietzsche quiere construir con su ‘personaje’.  

[2] Encuentro una intertextualidad significativa —como ya lo han señalado pensadores como Žižek— entre este desierto que avanza, que absorbe y que crece con lo que se describe en The Matrix (1999) dirigida por las hermanas Wachowski cuando Morfeo dice ‘Welcome to the desert of the real’.

[3] Jung explora muchos aspectos de la creación, interpretación e impactos de este libro en múltiples seminarios a lo largo de los años. Entre los temas se habla de que Nietzsche era visto como un drogadicto. Jung, C. (1988) Nietzsche's Zarathustra Notes of the Seminar given in 1934-1939. Bollingen Series XCIX. Princeton University Press. E.U.A.

[4] El libro de Ruben Darío titulado Los Raros hablaba de él en uno de sus capítulos.

[5] En determinado momento ella se pregunta si es la poesía o la filosofía lo que acerca ‘más’ al ser humano hacia ese mundo que le rodea. (Zambrano, 2012, p.7)

[6] Sobre la unidad dice la autora que es el filósofo y no el poeta quien se inclina más hacia ella. El poeta está disperso en la multiplicidad, incluso llega a mencionar la palabra “pereza” para referirse a esta incapacidad por buscar una unidad. Esto recuerda al poema de León Felipe donde llama a los poetas ‘holgazanes.’ El poeta y el filósofo (1944)

[7] Sea una experiencia de multiplicidad la del poema, siempre termina siendo condensado o reducida en las palabras. Quizá quien escribe esté cercano a las cosas y los fenómenos, pero en determinado momento debe sacrificar muchas cosas en esa transición a la palabra escrita.