sábado, 1 de abril de 2023

El día que supe que yo no era Batman

Recuerdo que eran los inicios de los 2000s y mis tíos eran quienes mejor estaban económicamente de toda la familia. Ellos solitos pudieron costearse una casa en el puerto para Semana Santa y nos invitaron a todos los parientes más cercanos; viajaríamos en una camioneta rentada a un piloto ruletero al que llamaban Don Julián y el destino era un chalé de algún conocido o amigo, no estoy seguro. 

El viaje fue largo y cansado, pues salimos después del almuerzo. Yo llevaba una gorra de los yankees, mi camiseta negra favorita que dejaba mostrar mis brazos robustos y una pantaloneta de lona. Me senté justo en la fila del medio, al lado de mi abuela, un primo y una tía que roncaba, —sin ofender y como se dice popularmente—, como olla de tamales. La música se perdía y cambiaba conforme nos alejábamos de la ciudad: a veces había cumbias cristianas que rozaban lo psicodélico, a veces rancheras y también un poco de merengue. Finalmente, mi papá, que iba de copiloto, sacó un disco rayadísimo de Maná que llevaba a todos lados en su discman y lo insertó en la radio. 

Oye mi amor, no me digas que no y vamos juntaaando las almas, cantaba él mientras me miraba desde el retrovisor a través de sus lentes oscuros con una sonrisa que siempre hacía. Yo le sonreía de vuelta y tarareaba. Sin darme cuenta, mi conciencia se fue disolviendo y me desvanecí entre el calor, los ronquidos, el fuerte olor de bloqueador solar y el viento de la costa que cada vez se acercaba más con su humedad. O-O-Oye mi amor, no me digas que no

De un momento a otro me despertaron y ya se ocultaba el sol. Afuera se oían grillos, mosquitos y otros insectos cuyo sonido no reconocía. Cuando bajamos las cosas, entramos a una casa grandísima llena de muebles antiguos, una chimenea que me sorprendió (sólo las había visto en las películas gringas) y grandes ventanas por las que se asomaba el horizonte lleno de palmeras y el crepúsculo derramando su luz tenue sobre el océano. Todos fuimos a nuestros cuartos asignados, guardamos la ropa para un par de días. Mi mamá ordenó su pila de cremas, mi papá fue directo al baño porque 'ya se cagaba' y yo, me di una vuelta por las habitaciones contiguas hasta encontrar la sala.

Los adultos caminaron entre risas a la parte trasera de la casa donde había hamacas, mesitas y vi que llevaban con entusiasmo una hielera entre mi tío y mi papá. Cuando la pusieron en el suelo, sonaron las botellas de vidrio chocando entre sí y el viento cerró la puerta de cedazo detrás de ellos. Esa puerta que me separaba de todo aquel mundo incomprensible, el mundo de lo adulto

Fue ahí donde empecé a sentirme un poco inseguro, triste, pero sobre todo sentí una profunda desesperación. Ya era de noche y los insectos hacían cada vez más ruido así que me senté en el comedor que estaba justo en medio de la cocina. Había una ventana abierta donde veía un montón de mosquitos y polillas revoloteando alrededor de un foco incandescente. Afuera, desde lo que pude distinguir como la copa de unos árboles, pude ver dos puntos brillantes y diminutos.

Mi cuerpo se enfrío de repente, un torrente eléctrico nacía desde mi espalda al resto de mi cuerpo y los puntos brillantes se fueron haciendo más y más grandes hasta hacerse parte de un bulto marrón oscuro. Entre chillidos y aleteos fuertes corrí debajo de la mesa sabiendo que aquella cosa era un murciélago. ¿Un murciégalo aquí en la playa? dije casi en voz alta. Para mí estos animales no sólo me resultaban exóticos sino esotéricos, misteriosos y aterrorizantes. Cuando pensaba en un murciélago pensaba en Drácula, castillos abandonados, cuevas inmensas donde las personas se pierden, aunque lleven antorchas. Jamás imaginé encontrarme con uno en la playa, en un lugar tan caluroso y lleno de zancudos, ¿buscaría mi sangre? ¿me mordería el cuello para convertirme en vampiro? 

Abracé mis rodillas mientras hundía mi rostro cubierto de lágrimas entre mis piernas y sólo escuchaba su revoloteo pesado que transitaba toda la cocina. Alguien abrió la puerta y con destreza jaló una escoba que yacía recostada entre el refrigerador y unos muebles de la esquina. Como pudo se movió cuidadosamente ahuyentando al animal fuera, hacia la ventana, hasta que finalmente se detuvo todo ruido por varios segundos. Vi como dos piernas velludas se acercaban al borde de la mesa. ¿Estás ahí colocho? dijo una voz ronca que nunca había escuchado. Era un primo de mi tío al que llamaban Nacho, así, Nacho a secas, sin ninguna pista del parentesco que tenía con los demás. Me sonrió desde aquella barba espesa y rostro grasoso. Venite dijo, extendiéndome la mano. ¿No que eras Batman pue? ¿Vos crees que Batman tiene miedo? decía, burlándose. 

Con sus manos ásperas —pero extrañamente gentiles— inspeccionó mis brazos, piernas y nuca para cerciorarse de que el murciélago no me hubiera mordido. Te rayaste mano, si te muerden esos animales te enfermás re feo. Hasta te podés morir, ¿sabías? No respondí nada y sólo asentí con los ojos llorosos.  Me llevó hasta la habitación donde mis papás y yo nos habíamos instalado. Me dijo algo así como que los hombres debíamos soportar cualquier cosa, sin importar lo que fuera. Sin chillar, sin quejarse, sin mostrar debilidad. Decía todo esto mientras agachaba su cabeza y se quitaba la gorra para mostrarme una cicatriz que atravesaba todo su cuero cabelludo. Esto me lo hice cayéndome de un puente cerca de mi casa por andar tomando, mirá. ¿Vos crees que lloré? ¿crees que me quedé tirado ahí, manito?

Sentí vergüenza entonces al recordar todas las lágrimas que yo derramaba sin justificación, sin que algo realmente ‘terrible’ pasara. Lloraba con tan sólo escuchar la letra de El Reloj Cucú de Maná cuando mi papá ponía sus discos. Lloré cuando un vecino me habló sobre el fin del mundo —cuando supe así, jugando sobre un tonel con mis muñecos rotos, que todo acabaría un día y moriríamos todos—.  Lloraba cada vez que mi mamá viajaba a otros departamentos por días enteros y yo hundía mi rostro en su almohada que aún olía a su perfume.

¿Cómo iba a sobrevivir si era tan fácil de romper, tan frágil como cualquier hoja seca que pisaba en el camino? 

Mañana levantate temprano y buscame allá afuera, ¿va? Volví a asentir con la cabeza. Desde que Nacho me había encontrado no dije una sola palabra. 

Me recosté haciéndome espacio entre pilas de ropa doblada y chunches repartidos por todo el colchón. Sólo sentí el cuerpo de mis papás entrando en las sábanas de madrugada. Olían raro y se reían de algo que murmuraban en jerigonza. Odiaba cuando hablaban en jerigonza.
Volví a cerrar mis ojos casi sin pensarlo y dormí profundamente. 
                                                                
                                                                             ***
Un amanecer en la playa es muy distinto a lo que se ve y se siente en la ciudad. Aquí no hay prisas, humo de camioneta, bocinas sonando, ni el ruido copioso de la regadera con la que mis papás se bañan antes de ir a trabajar. Hasta la luz del sol parece llegar perezosamente, tomándose su tiempo para alumbrar cada cuerpo que reposa sobre la arena. 

Lo primero que vi fue la puerta abierta que guiaba a los otros cuartos y el comedor. No pude distinguir si mis papás la habían cerrado o no cuando entraron. Recordé entonces mi cita con Nacho y salí despacio de la cama sin hacer ruido. Me puse mi pantaloneta, camisa y sandalias favoritas y caminé por el pasillo. 

En la mesa había un vaso con agua a la mitad, una copia de Nuestro Diario y un cenicero lleno de colillas. Caminando un poco más me encontré con la silueta de Nacho fumando bajo el marco de la puerta principal. Me volteó a ver como si llevara rato esperándome. ¿A vos te da miedo el mar? me dijo, usando el mismo tono burlón de la noche anterior. 

Pensé en aquella pregunta seriamente mientras miraba mis piernas, cabizbajo. ¿Por qué temerle al mar? Incluso podía escucharlo desde ahí, en ese espacio que ahora parecía tan pequeño y compacto en comparación del océano, de su inmensidad, de lo desconocido. Sí, un poco, respondí.

Venite, te voy a enseñar algo. 

Lo que prosiguió fue adornado en gran manera por mi memoria —o la memoria de quien escribe, pues no se sabe cuándo irrumpe una voz sobre otra, así como no se sabe dónde terminan las olas cuando chocan entre sí—, pero quien observara aquella escena simplemente vería esto: 

Un hombre barbudo y ebrio de mediana edad junto a un niño regordete se sostenían de la mano en una playa de arena negra, sucia y fea, adentrándose en el mar durante el amanecer.  Y ya, eso era todo lo que ocurría.

Pero en realidad, para mí (esto es, dentro de mí o dentro-hacia-fuera de mí):

Era la primera vez que caminaba hacia la inmensidad del océano sin miedo, confiando plenamente en un desconocido. Mis piernas no temblaban y no me sentía nervioso. ¿Ya no tenés miedo, Batman? Nacho me miraba con cierta ternura mientras las olas iban y venían, levantándome. Reí un poco. Una luz radiante, naranja y tibia sangraba desde el horizonte hacia nuestros cuerpos, hacia el cielo, hacia toda la playa. Sentía el ardor de la sal en los ojos y también el fuerte olor del agua. Yo no soy Batman le dije, recuperándome de las risas. Sólo era entonces un niño que descubría las vicisitudes de la vida; terror y gozo, belleza y fealdad sucediéndose tan  cercanas como estos recuerdos, estas palabras, estos oleajes-sentimientos. 

Mis tíos habían madrugado y salieron a encontrarnos desde lejos. Pude distinguir el cambio en su semblante de preocupación a ternura al vernos ahí. ¿Qué están haciendo? 

Nada, les grité, venimos a decirle buenos días al mar