“We’re existentially alone on the
planet.
I can’t know what you’re thinking and feeling
and you can’t know what I’m thinking and feeling.
And the very best works construct a
bridge
across that abyss of human loneliness.”
David
Foster Wallace
Aquellas mañanas el mundo amanecía a la expectativa
de nuevos sonidos —ya sea
un pájaro que acababa de mudarse al vecindario, o el leve golpeteo de la lluvia
sobre las láminas—. La
gente había aguzado sus sentidos y vivían alertas como los gatos. Las casas se
poblaban de pequeños rituales que sostenían el tiempo; prueba irrefutable de
que son nuestras acciones, grandes y pequeñas, las que finalmente hacen girar esas máquinas extrañamente bellas que llamamos relojes. En aquel escenario, dos figuras sobresalían.
Él: aún enredado entre las sábanas, se desperezaba.
Ella: balanceando sus pies sobre el alféizar de la ventana, recostada en su
silla y pretendiendo leer un libro que no podía terminar hace días.
Ambos habían
evolucionado con el encierro, tanto física como espiritualmente. Para empezar, sus
sueños se habían magnificado, al igual que las pesadillas. A pesar de que
ninguno prestaba atención a ello antes de que el mundo cambiara, compartían la
existencia de un olvidado diario de sueños. Ahora, cada mañana se despertaban
entusiasmados por volver a escribir en sus páginas. Recorrían nuevamente, con dificultad, la narrativa y las imágenes de las que
habían logrado salir como de una densa niebla. Había viajes extensos por
praderas verdosas, laberintos, mares tormentosos, paisajes distorsionados de la infancia y otros
lugares que jamás habían visitado.
Ella aprovechaba cada instante para rescatar alguna historia.
Él, simplemente se enfocaba en las sensaciones, en los olores y sabores.
Una
noche llegó a soñar con un viejo platillo que preparaba su abuela. En su
cuaderno apuntó cada verdura que pudo saborear. Cada aroma distintivo. La
nitidez con que sentía los detalles le parecía increíble.
Así, cada uno
con su manía, hacían esfuerzos por recobrarse a sí mismos en aquellas
dimensiones. Como dije antes, primero fueron los sueños y después, después los
sonidos de afuera.
No hubo época
más importante para los pájaros y su música. Cada día había un nuevo canto, una
entonación o chasqueo distinto en esas pequeñas gargantas. Desde los cables y
entre los árboles, reposando sobre lazos para colgar la ropa o desde muros de contención. Ahora resultaba imposible no escucharlos. Como
un concierto que se multiplicaba y saludaba a la mañana, como si la verdadera música del mundo ahora flotara libre desde sus pechos.
Todo pájaro era un pequeño milagro.
Él escuchaba solamente las tonalidades más graves y
consecutivas.
Ella, dejaba rodearse por todos y cada uno de los cantos y perdía la cuenta, pues eran muchísimos.
Ambos soñadores y esponjas de sensibilidad, estaban
conectados secretamente pero resultaban más ajenos que el desierto al océano.
Sus dos mundos existían compactos y silenciosos, hasta que una mañana, ella
logró verlo desde el otro lado de la avenida.
Él, limpiando con un trapo levemente húmedo cada
mueble de su estudio y sacudiendo todo a su paso. No usaba camisa y su piel
morena resaltaba por la luz del amanecer.
Ella, atrapada como una mosca sobre una telaraña, no
podía despegar sus ojos de Él. Quería adivinar su edad, el timbre
de su voz, a qué olía su piel. Imaginaba que se asomaba a la ventana y se
desnudaba frente a ella. Esta posibilidad le hizo estremecerse y sentir un
ardor que nacía entre sus piernas. Quiso dibujarlo o escribirle un poema o
masturbarse todas las noches pensándolo.
A pesar de esa
pequeña chispa, el muchacho no había logrado verla desde su ventana. Estaba muy
concentrado y las partículas de polvo nublaban parte de la habitación cada vez
que sacudía los libros. Recorría viejos títulos con la mirada y se detenía a
revisar los lomos, las contraportadas para envolver de plástico los que ya
estaban muy viejos. Algunos regalados desde hace años, o heredados por
familiares que apenas y los habían ojeado: Balzac y Maupassant. Dostoievski y
Chéjov. Faulkner, Dos Passos, Hemingway. Tanto ediciones cutres como clásicos
de colección en pasta dura. Parecía tenerlo todo.
Ella estaba decidida, le haría una pieza de arte lo
más antes posible. Aquella noche le costó dormir. No eran los mosquitos, ni el
calor o la humedad. Era que no sabía qué hacerle, se sentía totalmente inútil.
Un sábado Ella se sentó desde la mañana frente a su
ventana, con un pequeño ventilador y una pila de papel. Desde que salió el sol
hasta el final de la tarde no paró de escribir, borrar, editar, arrugar
páginas, frotarse la cabeza con angustia, mordiendo lápiz y borrador, con los
dedos entumecidos y un dolor de espalda terrible.
Escribió y escribió como loca y cada palabra parecía desvanecerse y perder su
encanto una vez inscrita sobre el papel. Llenó un cuaderno con versos, prosa
poética, recuerdos, sueños, pero no logró encontrar las palabras adecuadas. Esa
noche estuvo muy cerca de darse por vencida. Otra vez, sin conciliar el sueño,
decidió darse un estirón de medianoche en su ventana.
Él, también cansado y desvelado, se encontraba en su
estudio, muy concentrado en su computadora y dando chupadas largas a su cigarro.
El humo era denso y salía de su ventana, dejando un rastro azulado y pálido a
la luz de la luna. La avenida estaba oscura y silenciosa, ni una nube sobre el
firmamento. Era un paisaje onírico.
Ella decidió cuidarlo toda la noche sentada en su
silla, cubierta de una vieja chamarra que le había regalado su madre. Envuelta
por completo a excepción de su rostro, se recostó, con los pies sobre la
ventana hasta quedarse dormida.
Amanecía y otra
vez cantaban nuevos pájaros, esta vez la mañana estaba cubierta por una neblina espesa. Ella se estiró y, al
levantarse de golpe, se dio cuenta que el muchacho estaba recostado sobre su ventana del
otro lado de la avenida y miraba directamente a su estudio.
Ella, sobresaltada, dio un pequeño grito y buscó la
forma de correr a su cuarto tropezando torpemente con su chamarra. Finalmente,
respirando agitadamente detrás de la puerta, se decidió a no salir ahí hasta
medio día. Aguantó hambre y sed, se quitó toda la ropa por el calor y cruzó sus
piernas desnudas sobre la pared, extendiéndolas y cubriendo su rostro con el
antebrazo. ¿Se había fijado en ella o simplemente intentaba limpiar algo desde
la ventana?
Al pasar unas
horas, se acercó lentamente a la puerta y con un ojo se aseguró que el estudio
estuviera cerrado. Salió finalmente, con aire pensativo y entró: no
había nadie del otro lado. Sólo el sol, ahora incandescente, unos zanates y los
árboles resecos. Suspiró de alivio y optó por seguir trabajando el resto del
día. Otra pila de papel, otras historias, una particular le había gustado.
Durante la última guerra, una enfermera atendía a los
moribundos de la peste que azotaba la región. Era el peor invierno que había
acaecido sobre su país y los días eran largos y grises. Ella llegaba a cubrir
turnos de 16 horas, regresando a su casa tan exhausta que sólo picaba algo de
su refrigerador y luego dormía como un tronco. Habían sido meses enteros así:
figuras enrojecidas y delgadas que reposaban en camillas, entrando y saliendo,
entrando y saliendo hasta desvanecerse. Con la guerra también venían ciertas
enfermedades; pacientes que tosían sangre o que intentaban respirar desesperadamente.
Lo único bueno —pensaba Ella —, es que no debía deshacerse de los cuerpos y pasar por
el ritual doloroso de aventarlos en aquellas zanjas hondísimas, como había
escuchado a un par de guardias narrar el otro día. Ella sólo preparaba la
antesala de lo inevitable, como una tímida ayudante de la muerte. Aquel
razonamiento sombrío le inquietaba de vez en cuando, sobre todo en las tardes silenciosas.
Un día, un joven entró súbitamente a la sala de
emergencias y se desplomó frente a su despacho, jadeante. Rápidamente y con la
ayuda de otros doctores, subieron el cuerpo del muchacho sobre una camilla para
atenderlo lo más rápido posible. Estuvo con él desde los momentos críticos
hasta que, por fin, luchando arduamente, logró estabilizarse. Más tarde fue
trasladado a una habitación con otros pacientes. No había recobrado la
conciencia aún y su semblante reflejaba una serenidad profunda, casi como si
hubiese muerto. Su cabello era largo, tenía las cejas pobladas y la nariz
aguileña. Su cuerpo era flaco y moreno, con una cicatriz en el vientre. Desde
el otro lado de la habitación, Ella lo observaba y encontró la calma en el
movimiento frágil del enfermo al respirar. Imaginaba una delgada pluma que
levitaba lentamente sobre su pecho y que con suerte no dejaría de moverse
mientras él siguiera respirando.
Terminó su turno y regresó a casa. Durante cada
momento de vacío y de silencio, el muchacho se encontraba ahí, reposando
eternamente detrás de sus párpados. La pluma levitando de nuevo, y luego la
respiración trabajosa, el recuerdo de algún verano intenso, las manos tiernas de su madre
en sus mejillas, pasos inquietos de su infancia, su hermana practicando el segundo movimiento
del concierto para piano de Ravel cuando adolescente, la primera vez que tuvo
un orgasmo —uno de verdad—; toda
memoria venía sobre ella simultáneamente y desde todas partes. Entró a su apartamento
sintiéndose aturdida y decidió sentarse en su sofá para no pensar. Su gato
estaba recostado sobre el televisor, el refrigerador hacía el zumbido de
siempre y afuera sonaba el viento soplando fuerte.
Cuando logró relajarse, notó que había un
rastro de plumas sobre el pasillo que daba a su cuarto. Éstas eran oscuras y de
todos tamaños. Pensó en lo peor y se acercó lentamente al felino, tomándolo de
las patas para ver si tenían sangre. Resultaron estar limpias y tampoco en sus
colmillos había manchas o alguna pluma sobre su pelaje. Con extrañeza, dejó al
gato en una silla y se acercó a su habitación para abrir la puerta lentamente.
Sostuvo la respiración unos segundos y puso su oído sobre la madera: adentro no
se escuchaba nada, era lo mismo de siempre, sólo el zumbido del refrigerador y
el viento soplando afuera. Se apoyó, decidida, concentrando toda fuerza en su
hombro y haciendo su rostro a un lado por si el ave salía aún estaba ahí y
salía violentamente. Empujó con fuerza, puso su pie firmemente hacia el frente y
estiró su brazo para encender la luz de golpe.
Se
detuvo como sacada de un trance profundo para ver la hora: eran las 9 de la
noche y había pasado todo el día escribiendo. Se estiró y volvió a pensar en
aquella historia; aún no tenía idea de hacia dónde iba, pero creía en ella. A
veces, pensó, esto es lo único que se necesita: creer en una historia
lo suficiente como para hacerla real y perseguirla hasta el fin del mundo.
Vio
del otro lado de la avenida y la luz del estudio estaba encendida, mas Él no
estaba ni en la silla ni recostado sobre el alféizar, ni en ninguna otra parte.
Sólo veía las siluetas de libreras, el escritorio viejo, unas pinturas y algunos
objetos que se perdían en la oscuridad. Pensó en él y quiso esperarlo, pero sus
ojos se cerraban en contra de su voluntad, así que se levantó y caminó hacia su
cuarto. Durmió profundamente sin sueños ni pesadillas, como si se hubiese
desvanecido de la faz de la tierra.
***
Él
estaba recostado sobre el piso y garabateaba en una libreta vieja que tenía
desde años atrás. En ella, había bocetos de pájaros, siluetas humanas, versos.
Escribía poesía o al menos intentaba escribir poesía, pero su
experiencia del mundo era muy escasa; pensaba, qué puedo escribir yo, un
mocoso que no ha vivido casi nada, que se ha enamorado poco y no ha conocido el
sufrimiento, el sufrimiento de verdad. Aún con esa inseguridad, se
adentraba en las palabras como quien busca algo en un cuarto oscuro sin poder
encontrar el interruptor de la luz: escribir para él era un misterio que dejaba
registro de todas sus preguntas y que, por instantes, parecía develar una
respuesta. Había decidido escribir sobre el piso porque no quería sentirse
observado; la otra noche vio a una mujer del otro lado de la avenida y se
sintió desnudo, horrorizado. No había conectado con nadie desde que inició el
encierro y, naturalmente, se había desacostumbrado a la vulnerabilidad. La
posibilidad de sentir de nuevo era también una puerta para que el dolor entrara
en su vida y aunque ansiaba esas experiencias, también huía de ellas como un
niño asustado.
Detuvo
sus pensamientos por un momento y en un arranque de ideas, su mano se deslizó
por la hoja de papel
Como
si solo quedara esta noche,
escribo
aquí para ser testigo de las estrellas
para
reír, para llorar, para dejar estas memorias;
diamantes
tristes que se hunden en la arena
Tengo
en mí una sed particular,
un
vacío profundo en el que hace eco mi voz:
quiero
enamorarme y arder en el horizonte
pero
también huyo de la luz y del amor
como
una lechuza tímida.
Leyó lo que escribió en voz alta y dijo pura
mierda, arrugó el papel y lo tiró lejos sobre su escritorio. Reposó su
cabeza sobre sus brazos cruzados y pensó en su abuela, en esa tarde remota después del
colegio en que llovía como si el cielo fuera a desmoronarse. Estaba parado en
una fila junto a sus otros compañeros bajo un pasillo que daba al patio y veía
las gotas desintegrándose contra el concreto. Uno a uno, los otros niños se iban
con sus padres, tíos, abuelos y pensó por un instante que nadie llegaría por
él, que se ahogaría ahí bajo la lluvia y se puso a llorar. Justo en ese
instante vio que una sombrilla celeste se abría desde el portón y una pequeña
cabeza cubierta por largos cabellos entrecanos le sonreía. Sonrío de vuelta. Se limpió
lágrimas y mocos y corrió hasta ella, hundiendo su cara en la blusa de
terciopelo. Vámonos, mijo, están bravas las nubes. Las calles de
su barrio estaban inundadas y torrentes de agua fluían como ríos por ambos
lados, arrastrando toda basura a su paso, ¡Es un diluvio mama!, ¡Es un
diluvio!, gritaba él lleno de júbilo mientras saltaba sobre los charcos y
tomaba la mano de la anciana que le sonreía nerviosamente. Ella seguramente
pensó en que ojalá no se empaparan más de lo que ya estaban y, al mismo tiempo,
en dónde había aprendido él esa palabra. Al llegar a casa su abuela le preparó
una sopa caliente que llenó de amor su estómago y su pequeño cuerpo mientras
escuchaba los canarios cantar desde arriba de la pila. Pronto empezaría su
programa favorito en la televisión. Todo ese calor y ese amor ahora tan
lejanos, tan extraños, como si hubieran ocurrido en el sueño de alguien más,
¿es por esto escribía en su libreta? ¿quería detener un poco al abismo que
constantemente amenaza nuestra memoria? Y algo más importante ¿es recordar
una forma de escribir? Preguntas que se sucedían y repetían y rumiaban su
cabeza desde adentro como termitas furiosas. El trazo frágil de sus versos, los
largos y densos párrafos de sus novelas rusas favoritas, los diarios íntimos de
aquellos escritores que tanto admiraba, las notas al pie de página que hacía su
abuelo en aquellos libros; todo conectado por un hilo indescifrable.
Sus esfuerzos se posicionaban desde la memoria, sí, pero también desde un
anhelo por conocerse ante el encuentro con otro. La muchacha del otro lado de
la avenida, ¿lo destrozaría, o lo idealizaría al punto de desconocerlo? Imaginó
mil formas de ser herido y se sintió sobrecogido, solo, pero al menos
alguien me observa, alguien me lee, pensó. Se incorporó y caminó
hacia la ventana a fumar un porro que había preparado para sus lecturas de la
noche. No la vio ahí donde le había atrapado observándolo el otro día. Siguió
conectando pensamientos hasta que éstos se dispersaron cada vez más unos de
otros, como el humo que exhalaba o como las estrellas que observaba desde su
pequeño estudio. Se fijó en la hora, apagó lo que quedaba del porro y se fue a
la cama.
***
Cuando
salió el sol, para sorpresa de ambos, el encierro se había terminado y ahora
los pájaros eran casi imperceptibles. Se escuchaban camiones de basura, carros
haciendo fila para salir de las calles, gritos de vecinos insultándose, uno que
otro balazo, vendedores ambulantes, gritos de niños e iglesias cercanas que
celebraban un nuevo comienzo. Aquel mundo detenido en el tiempo lleno de fantasías
se desvanecía frente a sus ojos. Ambos salieron a sus ventanas y les costó
verse a los rostros pues todo el ruido parecía distorsionar las imágenes. Él intuyó
un paraíso perdiéndose en aquel instante. Ella se resignó y antes de sentir
tristeza, supo cómo seguir su historia. Dio media vuelta y se sentó a escribir.
Vio
su cama deshecha y una pluma ensangrentada que parecía descender lentamente
desde el techo hasta las sábanas. Apenas tuvo un momento para pensar y saber lo
que pasaba. Varios rugidos mecánicos surcaron el cielo de su ciudad y la tierra
tembló. Primero uno, luego dos, seguidos de más estallidos intensos, disparos
de ametralladoras, algunos gritos que se perdían entre los estallidos. Sabía
que finalmente había llegado, el día que tanto temió estaba ahí, con la muerte
extendiendo sus tentáculos por todos los rincones imaginables. En un último
arranque de valentía tomó a su gato y huyó por varias cuadras sin ver atrás ni
detenerse. Sus piernas se movían rápidamente en dirección al Hospital. Su
reacción al ver que este aún no era ruina fue un gran suspiro de alivio. Sus
compañeras y los doctores sacaban a los pacientes que aún podían ponerse en pie
y había cientos de camillas por ser movilizadas a otro refugio. Él no estaba
ahí, a donde quiera que volteara no reconocía su rostro ni la cicatriz, los
chances eran mínimos. Su gato le había ya arañado los pechos y hombros; no lo
había notado por la adrenalina. Sintió un ardor insoportable así que lo intentó
calmar mientras buscaba algún lugar donde dejarlo. Sus piernas finalmente
mostraron debilidad, temblor, pues distinguió un avión bombardero que se
dirigía directamente a donde estaban. Se dejó caer mientras abrazaba a su gato
que ahora le maullaba más suavemente, como si adivinara el fin. Ella supo
entonces que ya no habría otra oportunidad para amar en este mundo. Hasta que
el avión fue derribado por los refuerzos que llegaban en último minuto a salvar
la ciudad. Pudo levantar la mirada, con sus mejillas empapadas en lágrimas, con
una última esperanza por seguir buscando, por encontrarlo. Luego recordó que la
pluma que antes levitaba se había detenido en un charco de sangre y se echó a llorar.
Mientras
este desenlace apocalíptico era escrito, Él, del otro lado de la Avenida, simplemente
resopló y dibujó unas manos vacías con un par de versos
Aquí
sostengo el peso
de
lo que nunca tuve
suave
codorniz de ensueño
sé
que en algún lado existes.
Cerró
su cuaderno y supo que lo que venía sería aún más difícil, pero tenía ahora una
vaga idea de lo que quería hacer con las palabras. Pudo intuir el hilo
transparente del lenguaje que atraviesa el mundo y sus símbolos. Se sentó en
silencio a recordar.
***
Lo que sobrevino después para ambos fueron días de ensoñación, evasiones y timidez desde ambas rutinas en constante choque con el mundo de afuera. Únicamente sentían seguridad cuando sus dedos tomaban el objeto con que anotaban sus ideas en el papel. Aquí, querido lector, podría existir una historia infinitamente más romántica para rellenar las últimas páginas, pero ni siquiera en la ficción se pueden dar ciertos encuentros. Yo mismo he buscado al borde del fin del mundo esos secretos puentecillos que conectan nuestra vasta soledad y he fallado.
Quizá el verdadero encuentro ocurre fuera de las páginas y de las palabras mismas; en nuestra imaginación, o nuestra memoria compartida, o un deseo enterrado profundamente en nosotros del que desconocíamos su existencia. Así como aquí buscamos, tú y yo, — Él y Ella —, un puente para que nuestras voces no estén tan lejos, así mismo estos personajes tuvieron diversas oportunidades para conocerse, pero decidieron no hacerlo.
Esto salvó sus ficciones
y fueron las heridas quienes terminaron de escribir las historias. Como suele
ser. Como ha sido siempre.
Y
las aves de paso siguieron endulzando los oídos que quisieron escuchar con
atención sobre el ruido del mundo. Su música es nuestra salvación.