viernes, 2 de diciembre de 2022

Aves de Paso

 

“We’re existentially alone on the planet.
I can’t know what you’re thinking and feeling
and you can’t know what I’m thinking and feeling.
 And the very best works construct a bridge
 across that abyss of human loneliness.”

David Foster Wallace

 

Aquellas mañanas el mundo amanecía a la expectativa de nuevos sonidos ya sea un pájaro que acababa de mudarse al vecindario, o el leve golpeteo de la lluvia sobre las láminas. La gente había aguzado sus sentidos y vivían alertas como los gatos. Las casas se poblaban de pequeños rituales que sostenían el tiempo; prueba irrefutable de que son nuestras acciones, grandes y pequeñas, las que finalmente hacen girar esas máquinas extrañamente bellas que llamamos relojes. En aquel escenario, dos figuras sobresalían.

Él:  aún enredado entre las sábanas, se desperezaba.
Ella:  balanceando sus pies sobre el alféizar de la ventana, recostada en su silla y pretendiendo leer un libro que no podía terminar hace días.

  Ambos habían evolucionado con el encierro, tanto física como espiritualmente. Para empezar, sus sueños se habían magnificado, al igual que las pesadillas. A pesar de que ninguno prestaba atención a ello antes de que el mundo cambiara, compartían la existencia de un olvidado diario de sueños. Ahora, cada mañana se despertaban entusiasmados por volver a escribir en sus páginas. Recorrían nuevamente, con dificultad, la narrativa y las imágenes de las que habían logrado salir como de una densa niebla. Había viajes extensos por praderas verdosas, laberintos, mares tormentosos, paisajes distorsionados de la infancia y otros lugares que jamás habían visitado.


Ella aprovechaba cada instante para rescatar alguna historia.
Él, simplemente se enfocaba en las sensaciones, en los olores y sabores.

Una noche llegó a soñar con un viejo platillo que preparaba su abuela. En su cuaderno apuntó cada verdura que pudo saborear. Cada aroma distintivo. La nitidez con que sentía los detalles le parecía increíble.

Así, cada uno con su manía, hacían esfuerzos por recobrarse a sí mismos en aquellas dimensiones. Como dije antes, primero fueron los sueños y después, después los sonidos de afuera.

No hubo época más importante para los pájaros y su música. Cada día había un nuevo canto, una entonación o chasqueo distinto en esas pequeñas gargantas. Desde los cables y entre los árboles, reposando sobre lazos para colgar la ropa o desde muros de contención. Ahora resultaba imposible no escucharlos. Como un concierto que se multiplicaba y saludaba a la mañana, como si la verdadera música del mundo ahora flotara libre desde sus pechos.
Todo pájaro era un pequeño milagro.

Él escuchaba solamente las tonalidades más graves y consecutivas.
Ella, dejaba rodearse por todos y cada uno de los cantos y perdía la cuenta, pues eran muchísimos.

Ambos soñadores y esponjas de sensibilidad, estaban conectados secretamente pero resultaban más ajenos que el desierto al océano. Sus dos mundos existían compactos y silenciosos, hasta que una mañana, ella logró verlo desde el otro lado de la avenida.

Él, limpiando con un trapo levemente húmedo cada mueble de su estudio y sacudiendo todo a su paso. No usaba camisa y su piel morena resaltaba por la luz del amanecer.

Ella, atrapada como una mosca sobre una telaraña, no podía despegar sus ojos de Él. Quería adivinar su edad, el timbre de su voz, a qué olía su piel. Imaginaba que se asomaba a la ventana y se desnudaba frente a ella. Esta posibilidad le hizo estremecerse y sentir un ardor que nacía entre sus piernas. Quiso dibujarlo o escribirle un poema o masturbarse todas las noches pensándolo. 

 A pesar de esa pequeña chispa, el muchacho no había logrado verla desde su ventana. Estaba muy concentrado y las partículas de polvo nublaban parte de la habitación cada vez que sacudía los libros. Recorría viejos títulos con la mirada y se detenía a revisar los lomos, las contraportadas para envolver de plástico los que ya estaban muy viejos. Algunos regalados desde hace años, o heredados por familiares que apenas y los habían ojeado: Balzac y Maupassant. Dostoievski y Chéjov. Faulkner, Dos Passos, Hemingway. Tanto ediciones cutres como clásicos de colección en pasta dura. Parecía tenerlo todo.

Ella estaba decidida, le haría una pieza de arte lo más antes posible. Aquella noche le costó dormir. No eran los mosquitos, ni el calor o la humedad. Era que no sabía qué hacerle, se sentía totalmente inútil.

Un sábado Ella se sentó desde la mañana frente a su ventana, con un pequeño ventilador y una pila de papel. Desde que salió el sol hasta el final de la tarde no paró de escribir, borrar, editar, arrugar páginas, frotarse la cabeza con angustia, mordiendo lápiz y borrador, con los dedos entumecidos y un dolor de espalda terrible.
Escribió y escribió como loca y cada palabra parecía desvanecerse y perder su encanto una vez inscrita sobre el papel. Llenó un cuaderno con versos, prosa poética, recuerdos, sueños, pero no logró encontrar las palabras adecuadas. Esa noche estuvo muy cerca de darse por vencida. Otra vez, sin conciliar el sueño, decidió darse un estirón de medianoche en su ventana.

Él, también cansado y desvelado, se encontraba en su estudio, muy concentrado en su computadora y dando chupadas largas a su cigarro. El humo era denso y salía de su ventana, dejando un rastro azulado y pálido a la luz de la luna. La avenida estaba oscura y silenciosa, ni una nube sobre el firmamento. Era un paisaje onírico.

Ella decidió cuidarlo toda la noche sentada en su silla, cubierta de una vieja chamarra que le había regalado su madre. Envuelta por completo a excepción de su rostro, se recostó, con los pies sobre la ventana hasta quedarse dormida.

 Amanecía y otra vez cantaban nuevos pájaros, esta vez la mañana estaba cubierta por una neblina espesa. Ella se estiró y, al levantarse de golpe, se dio cuenta que el muchacho estaba recostado sobre su ventana del otro lado de la avenida y miraba directamente a su estudio.

Ella, sobresaltada, dio un pequeño grito y buscó la forma de correr a su cuarto tropezando torpemente con su chamarra. Finalmente, respirando agitadamente detrás de la puerta, se decidió a no salir ahí hasta medio día. Aguantó hambre y sed, se quitó toda la ropa por el calor y cruzó sus piernas desnudas sobre la pared, extendiéndolas y cubriendo su rostro con el antebrazo. ¿Se había fijado en ella o simplemente intentaba limpiar algo desde la ventana?

 Al pasar unas horas, se acercó lentamente a la puerta y con un ojo se aseguró que el estudio estuviera cerrado. Salió finalmente, con aire pensativo y entró: no había nadie del otro lado. Sólo el sol, ahora incandescente, unos zanates y los árboles resecos. Suspiró de alivio y optó por seguir trabajando el resto del día. Otra pila de papel, otras historias, una particular le había gustado.

Durante la última guerra, una enfermera atendía a los moribundos de la peste que azotaba la región. Era el peor invierno que había acaecido sobre su país y los días eran largos y grises. Ella llegaba a cubrir turnos de 16 horas, regresando a su casa tan exhausta que sólo picaba algo de su refrigerador y luego dormía como un tronco. Habían sido meses enteros así: figuras enrojecidas y delgadas que reposaban en camillas, entrando y saliendo, entrando y saliendo hasta desvanecerse. Con la guerra también venían ciertas enfermedades; pacientes que tosían sangre o que intentaban respirar desesperadamente. Lo único bueno pensaba Ella —, es que no debía deshacerse de los cuerpos y pasar por el ritual doloroso de aventarlos en aquellas zanjas hondísimas, como había escuchado a un par de guardias narrar el otro día. Ella sólo preparaba la antesala de lo inevitable, como una tímida ayudante de la muerte. Aquel razonamiento sombrío le inquietaba de vez en cuando, sobre todo en las tardes silenciosas.

Un día, un joven entró súbitamente a la sala de emergencias y se desplomó frente a su despacho, jadeante. Rápidamente y con la ayuda de otros doctores, subieron el cuerpo del muchacho sobre una camilla para atenderlo lo más rápido posible. Estuvo con él desde los momentos críticos hasta que, por fin, luchando arduamente, logró estabilizarse. Más tarde fue trasladado a una habitación con otros pacientes. No había recobrado la conciencia aún y su semblante reflejaba una serenidad profunda, casi como si hubiese muerto. Su cabello era largo, tenía las cejas pobladas y la nariz aguileña. Su cuerpo era flaco y moreno, con una cicatriz en el vientre. Desde el otro lado de la habitación, Ella lo observaba y encontró la calma en el movimiento frágil del enfermo al respirar. Imaginaba una delgada pluma que levitaba lentamente sobre su pecho y que con suerte no dejaría de moverse mientras él siguiera respirando.

Terminó su turno y regresó a casa. Durante cada momento de vacío y de silencio, el muchacho se encontraba ahí, reposando eternamente detrás de sus párpados. La pluma levitando de nuevo, y luego la respiración trabajosa, el recuerdo de algún verano intenso, las manos tiernas de su madre en sus mejillas, pasos inquietos de su infancia, su hermana practicando el segundo movimiento del concierto para piano de Ravel cuando adolescente, la primera vez que tuvo un orgasmo uno de verdad—; toda memoria venía sobre ella simultáneamente y desde todas partes. Entró a su apartamento sintiéndose aturdida y decidió sentarse en su sofá para no pensar. Su gato estaba recostado sobre el televisor, el refrigerador hacía el zumbido de siempre y afuera sonaba el viento soplando fuerte.

 Cuando logró relajarse, notó que había un rastro de plumas sobre el pasillo que daba a su cuarto. Éstas eran oscuras y de todos tamaños. Pensó en lo peor y se acercó lentamente al felino, tomándolo de las patas para ver si tenían sangre. Resultaron estar limpias y tampoco en sus colmillos había manchas o alguna pluma sobre su pelaje. Con extrañeza, dejó al gato en una silla y se acercó a su habitación para abrir la puerta lentamente. Sostuvo la respiración unos segundos y puso su oído sobre la madera: adentro no se escuchaba nada, era lo mismo de siempre, sólo el zumbido del refrigerador y el viento soplando afuera. Se apoyó, decidida, concentrando toda fuerza en su hombro y haciendo su rostro a un lado por si el ave salía aún estaba ahí y salía violentamente. Empujó con fuerza, puso su pie firmemente hacia el frente y estiró su brazo para encender la luz de golpe.

Se detuvo como sacada de un trance profundo para ver la hora: eran las 9 de la noche y había pasado todo el día escribiendo. Se estiró y volvió a pensar en aquella historia; aún no tenía idea de hacia dónde iba, pero creía en ella. A veces, pensó, esto es lo único que se necesita: creer en una historia lo suficiente como para hacerla real y perseguirla hasta el fin del mundo.

Vio del otro lado de la avenida y la luz del estudio estaba encendida, mas Él no estaba ni en la silla ni recostado sobre el alféizar, ni en ninguna otra parte. Sólo veía las siluetas de libreras, el escritorio viejo, unas pinturas y algunos objetos que se perdían en la oscuridad. Pensó en él y quiso esperarlo, pero sus ojos se cerraban en contra de su voluntad, así que se levantó y caminó hacia su cuarto. Durmió profundamente sin sueños ni pesadillas, como si se hubiese desvanecido de la faz de la tierra.

 

                                                                            ***

Él estaba recostado sobre el piso y garabateaba en una libreta vieja que tenía desde años atrás. En ella, había bocetos de pájaros, siluetas humanas, versos. Escribía poesía o al menos intentaba escribir poesía, pero su experiencia del mundo era muy escasa; pensaba, qué puedo escribir yo, un mocoso que no ha vivido casi nada, que se ha enamorado poco y no ha conocido el sufrimiento, el sufrimiento de verdad. Aún con esa inseguridad, se adentraba en las palabras como quien busca algo en un cuarto oscuro sin poder encontrar el interruptor de la luz: escribir para él era un misterio que dejaba registro de todas sus preguntas y que, por instantes, parecía develar una respuesta. Había decidido escribir sobre el piso porque no quería sentirse observado; la otra noche vio a una mujer del otro lado de la avenida y se sintió desnudo, horrorizado. No había conectado con nadie desde que inició el encierro y, naturalmente, se había desacostumbrado a la vulnerabilidad. La posibilidad de sentir de nuevo era también una puerta para que el dolor entrara en su vida y aunque ansiaba esas experiencias, también huía de ellas como un niño asustado.

Detuvo sus pensamientos por un momento y en un arranque de ideas, su mano se deslizó por la hoja de papel

Como si solo quedara esta noche,

escribo aquí para ser testigo de las estrellas

para reír, para llorar, para dejar estas memorias;

diamantes tristes que se hunden en la arena

 

Tengo en mí una sed particular,

un vacío profundo en el que hace eco mi voz:

quiero enamorarme y arder en el horizonte

pero también huyo de la luz y del amor

como una lechuza tímida.

 

Leyó lo que escribió en voz alta y dijo pura mierda, arrugó el papel y lo tiró lejos sobre su escritorio. Reposó su cabeza sobre sus brazos cruzados y pensó en su abuela, en esa tarde remota después del colegio en que llovía como si el cielo fuera a desmoronarse. Estaba parado en una fila junto a sus otros compañeros bajo un pasillo que daba al patio y veía las gotas desintegrándose contra el concreto. Uno a uno, los otros niños se iban con sus padres, tíos, abuelos y pensó por un instante que nadie llegaría por él, que se ahogaría ahí bajo la lluvia y se puso a llorar. Justo en ese instante vio que una sombrilla celeste se abría desde el portón y una pequeña cabeza cubierta por largos cabellos entrecanos le sonreía. Sonrío de vuelta. Se limpió lágrimas y mocos y corrió hasta ella, hundiendo su cara en la blusa de terciopelo. Vámonos, mijo, están bravas las nubes. Las calles de su barrio estaban inundadas y torrentes de agua fluían como ríos por ambos lados, arrastrando toda basura a su paso, ¡Es un diluvio mama!, ¡Es un diluvio!, gritaba él lleno de júbilo mientras saltaba sobre los charcos y tomaba la mano de la anciana que le sonreía nerviosamente. Ella seguramente pensó en que ojalá no se empaparan más de lo que ya estaban y, al mismo tiempo, en dónde había aprendido él esa palabra. Al llegar a casa su abuela le preparó una sopa caliente que llenó de amor su estómago y su pequeño cuerpo mientras escuchaba los canarios cantar desde arriba de la pila. Pronto empezaría su programa favorito en la televisión. Todo ese calor y ese amor ahora tan lejanos, tan extraños, como si hubieran ocurrido en el sueño de alguien más, ¿es por esto escribía en su libreta? ¿quería detener un poco al abismo que constantemente amenaza nuestra memoria? Y algo más importante ¿es recordar una forma de escribir? Preguntas que se sucedían y repetían y rumiaban su cabeza desde adentro como termitas furiosas. El trazo frágil de sus versos, los largos y densos párrafos de sus novelas rusas favoritas, los diarios íntimos de aquellos escritores que tanto admiraba, las notas al pie de página que hacía su abuelo en aquellos libros; todo conectado por un hilo indescifrable. Sus esfuerzos se posicionaban desde la memoria, sí, pero también desde un anhelo por conocerse ante el encuentro con otro. La muchacha del otro lado de la avenida, ¿lo destrozaría, o lo idealizaría al punto de desconocerlo? Imaginó mil formas de ser herido y se sintió sobrecogido, solo, pero al menos alguien me observa, alguien me lee, pensó. Se incorporó y caminó hacia la ventana a fumar un porro que había preparado para sus lecturas de la noche. No la vio ahí donde le había atrapado observándolo el otro día. Siguió conectando pensamientos hasta que éstos se dispersaron cada vez más unos de otros, como el humo que exhalaba o como las estrellas que observaba desde su pequeño estudio. Se fijó en la hora, apagó lo que quedaba del porro y se fue a la cama.

 

***

Cuando salió el sol, para sorpresa de ambos, el encierro se había terminado y ahora los pájaros eran casi imperceptibles. Se escuchaban camiones de basura, carros haciendo fila para salir de las calles, gritos de vecinos insultándose, uno que otro balazo, vendedores ambulantes, gritos de niños e iglesias cercanas que celebraban un nuevo comienzo. Aquel mundo detenido en el tiempo lleno de fantasías se desvanecía frente a sus ojos. Ambos salieron a sus ventanas y les costó verse a los rostros pues todo el ruido parecía distorsionar las imágenes. Él intuyó un paraíso perdiéndose en aquel instante. Ella se resignó y antes de sentir tristeza, supo cómo seguir su historia. Dio media vuelta y se sentó a escribir.

Vio su cama deshecha y una pluma ensangrentada que parecía descender lentamente desde el techo hasta las sábanas. Apenas tuvo un momento para pensar y saber lo que pasaba. Varios rugidos mecánicos surcaron el cielo de su ciudad y la tierra tembló. Primero uno, luego dos, seguidos de más estallidos intensos, disparos de ametralladoras, algunos gritos que se perdían entre los estallidos. Sabía que finalmente había llegado, el día que tanto temió estaba ahí, con la muerte extendiendo sus tentáculos por todos los rincones imaginables. En un último arranque de valentía tomó a su gato y huyó por varias cuadras sin ver atrás ni detenerse. Sus piernas se movían rápidamente en dirección al Hospital. Su reacción al ver que este aún no era ruina fue un gran suspiro de alivio. Sus compañeras y los doctores sacaban a los pacientes que aún podían ponerse en pie y había cientos de camillas por ser movilizadas a otro refugio. Él no estaba ahí, a donde quiera que volteara no reconocía su rostro ni la cicatriz, los chances eran mínimos. Su gato le había ya arañado los pechos y hombros; no lo había notado por la adrenalina. Sintió un ardor insoportable así que lo intentó calmar mientras buscaba algún lugar donde dejarlo. Sus piernas finalmente mostraron debilidad, temblor, pues distinguió un avión bombardero que se dirigía directamente a donde estaban. Se dejó caer mientras abrazaba a su gato que ahora le maullaba más suavemente, como si adivinara el fin. Ella supo entonces que ya no habría otra oportunidad para amar en este mundo. Hasta que el avión fue derribado por los refuerzos que llegaban en último minuto a salvar la ciudad. Pudo levantar la mirada, con sus mejillas empapadas en lágrimas, con una última esperanza por seguir buscando, por encontrarlo. Luego recordó que la pluma que antes levitaba se había detenido en un charco de sangre y se echó a llorar.

Mientras este desenlace apocalíptico era escrito, Él, del otro lado de la Avenida, simplemente resopló y dibujó unas manos vacías con un par de versos

Aquí sostengo el peso

de lo que nunca tuve

suave codorniz de ensueño

sé que en algún lado existes.

Cerró su cuaderno y supo que lo que venía sería aún más difícil, pero tenía ahora una vaga idea de lo que quería hacer con las palabras. Pudo intuir el hilo transparente del lenguaje que atraviesa el mundo y sus símbolos. Se sentó en silencio a recordar.

***

Lo que sobrevino después para ambos fueron días de ensoñación, evasiones y timidez desde ambas rutinas en constante choque con el mundo de afuera. Únicamente sentían seguridad cuando sus dedos tomaban el objeto con que anotaban sus ideas en el papel. Aquí, querido lector, podría existir una historia infinitamente más romántica para rellenar las últimas páginas, pero ni siquiera en la ficción se pueden dar ciertos encuentros. Yo mismo he buscado al borde del fin del mundo esos secretos puentecillos que conectan nuestra vasta soledad y he fallado. 

Quizá el verdadero encuentro ocurre fuera de las páginas y de las palabras mismas; en nuestra imaginación, o nuestra memoria compartida, o un deseo enterrado profundamente en nosotros del que desconocíamos su existencia. Así como aquí buscamos, tú y yo, — Él y Ella —, un puente para que nuestras voces no estén tan lejos, así mismo estos personajes tuvieron diversas oportunidades para conocerse, pero decidieron no hacerlo. 

Esto salvó sus ficciones y fueron las heridas quienes terminaron de escribir las historias. Como suele ser. Como ha sido siempre.

Y las aves de paso siguieron endulzando los oídos que quisieron escuchar con atención sobre el ruido del mundo. Su música es nuestra salvación.