miércoles, 9 de octubre de 2019


El dolor siempre más allá de la palabra ´dolor´.

Pero siempre nuestro caminar pausado, a oscuras, buscando formas que sobresalgan de las paredes. Escribir como quien se desnuda frente a un espejo gigantesco, porque no es más que eso: 
adivinar nuestra historia en los miles de reflejos,
advertir lo innombrable, 
descubrir una y otra vez la cicatriz originaria. 
Oh, y la luna que avanza, cubriendo nuestro cuerpo desnudo de retórica y nos acaricia con su lengua húmeda, junto a todos nuestros inventos.

El poema te dicta y te lee a ti, no al revés.

Al final las metáforas sólo te utilizaron como un puente. Ese pequeño puente roto al que llamas ´cuerpo´ y a veces, ‘alma’.  

Y tus ojos tratan de abarcar el horizonte 
desde un tierno sentimiento de naufragio. 

Palabras frías, duras, ásperas te circundan. Tocas el cielo, pero no es el cielo sino tu delirio y nada más que eso. Y apenas lo rozas con las yemas de los dedos.
 
Tan sólo un poco de ese otro lado, oh, que tú imaginas.

domingo, 29 de septiembre de 2019

desperdicio


«Al arruinar tu vida en esta parte de la tierra,
la has destrozado en todo el universo»
Constantino Cavafis

hay una canción que suena
cada vez que me dan ganas de llorar

una canción triste
una canción que me hace hundir los pies en la tierra
y aferrarme como si el cielo fuese a tragarme

una canción que hace eco
en lo más profundo de mi cabeza,

 en acantilados marcados por la caricia
 de un océano extinto

es la melodía de un sueño perdido,

de las oportunidades desechas
por mis propias manos,
de la timidez aplastante,
que me corta caminos

de lo que no me atreví a vivir

y que me perseguirá
y que dejará de sonar
cuando mis ojos se cierren
y el río de los días me haya llevado.

Fotografía




en el fondo
de una calle
abandonada y seca
se escucha el crujir
de unas cuantas ramas,
             
pasos en falso y ternura escondida de una ciudad salvaje

es así: andar por estas calles, asombrado,
es exponer tu cabeza a la trayectoria de una bala perdida
que bien podría llevar tu nombre

signos, sangre, entorpecidos cuerpos que se desconocen

la violencia al otro lado de la puerta, respirando

envalentonado, o quizá torpe
decido creer una vez más, en la belleza.
me dejo llevar por los contrastes turbios de mi barrio

pienso:
¿cómo puede germinar algo entre tanto cadáver?

palpo mis paredes de cristal
(éstas que rara vez me dejan respirar tranquilo)
y me pregunto
y destruyo
y dejo la imaginación sonar como un latigazo sobre el silencio
mis pies dejan de tocar la tierra.
cada forma me parece a la vez extraña y familiar

y entonces, imagino el mundo entero
como una sala vacía, abandonada y oscura.
como un anfiteatro segundos antes de que
el alba llegue y cada uno haga su papel

somos el telón, el público y el actor, todo a la vez.

me difumino entre esas tres figuras
y camino bajo el umbral extraño del absoluto
y ahí, mi lengua se entumece, porque entonces
las palabras nunca serían suficientes.

me siento como un archivo digital
que flota entre montones de basura por Internet

me siento como una página en blanco
siempre apunto de llenarse

y de repente, me prendo fuego
para gritar todo lo que me oprime el pecho.

escamas


qué fue de la inseguridad de aquel rostro puberto que fue tan mío. qué fue de la timidez, de mi impulso por escapar del mundo y de la gente. qué fue de la voz que era más quebradiza. ahora me he alejado de la isla, he encontrado la red del mundo y de la gente. siento que me he traicionado. siento que he sido infiel a lo que me definió, o será (acaso) que de esto se trata avanzar: desmoronarse y desprenderse de lo que alguna vez fue un rostro. como las serpientes que olvidan su piel, que olvidan lo que dejan atrás, que avanzan y zigzaguean en la tierra y en el monte sin voltear la cabeza. yo, en cambio, me encuentro perdido. me topé con la paradoja del cambio y la esencia, del movimiento y lo fijo, del río perpetuo y las petrificadas montañas. este que ahora es mi rostro, esta que ahora es mi voz, estas palabras que ahora me arropan el infinito, estos arrebatos de imágenes que me atormentan en la cotidianidad. este ya no soy yo, entonces, qué hago con todo este vacío sino gritar hasta derrumbarme por dentro, hasta haber deletreado cada una de las imágenes fijas que se me arremolinan en la cabeza, qué más que acudir a la soledad para no perder la noción de las cosas, del espacio tan insignificante que ocupo en un caldo denso, oscuro como el petróleo al que llaman espacio. sin embargo, mi esencia se mantiene. aquella risa achinada sigue siendo la misma. aquel raspón en mi codo sigue siendo una grieta en mi piel. aquella noche… quisiera volver a los pasos sin rumbo de ésa noche. ésa en que nos perdimos en un lote cerca de mi casa con mis amigos y nos tropezábamos porque estaba tan oscuro, habían ramas y hedía a orines por donde avanzáramos, a penas y se adivinaban los grafitis que unos mareros habían hecho días antes, se escuchaba el rumor de nuestros pasos golpeando piedras sobre el silencio, caminábamos en un limbo donde nunca existiría el abandono mientras nos sujetáramos fuerte, pasara lo que pasara, nuestras manos estarían sujetas y entonces yo cerraba los ojos y sentía las estrellas, te juro que las sentía, las sentía navegando sobre mis párpados a millones de años luz mientras mis zapatos viejos se hundían en la tierra y todos nos seguíamos tropezando torpemente con la basura. en ese momento habría querido decirlo todo y que lo que saliera de mi boca marcara las memorias de mis amigos con aquella imagen conmovedora. imagen que en ese momento sólo pude intuir. no pude, porque intentar decir algo que se siente es siempre una empresa arrogante, una batalla perdida desde el comienzo, y aún así, aquí estoy, buscando esa piel entre la escarcha del olvido para ver si aún puedo sentirme a salvo caminando en la oscuridad.

Aporía




El día que conocí la nieve supe que aquel dolor de la infancia, —esa queja que hace eco desde un punto frágil y remoto bajo nuestros pechos—, seguía ahí, respirando a través de mis heridas, apareciéndose en pesadillas y suspiros, dejándome muy claro que no estaba listo para irse. Esto es lo que ocurre: los fenómenos físicos pueden abrir heridas metafísicas, pero sólo a la gente que tiene la mala costumbre de andar metaforizando todo. Esa que no se conforma con que las cosas sean algo y ya, de que los recuerdos pasan y quedan y ya, de que los muertos nunca regresan, de que los animales no hablan, de que las ventanas son sólo ventanas y no portales hacia mundos extraños. Esa maldita gente a la que yo pertenezco y para quienes el amor de este mundo nunca es suficiente.
Recuerdo caminar despreocupado, arrastrando mis pies con los audífonos a tope. Habían sido días nublados con vientos fuertes y afilados que acuchillaban el rostro. Llevaba meses esperando el invierno como en una especie de ensueño; no sólo porque, lógicamente, en mi país natal era imposible que nevara y resultaría un fenómeno interesante de ver, sino, más bien, por descubrir cuál era aquella magia que sentían todos los que veían la nieve caer por primera vez.
En el fondo, como siempre, lo que me empujaba era el miedo de no poder sentirla.

Subí por las escaleras para salir de la estación subterránea y el cielo seguía profundamente gris, tan denso como si estuviera a punto de llover. Pero nunca llovía, y yo siempre me encontraba agitado por la costumbre de huirle a las tormentas. Resultaba extraño el caminar tan apresurado por la expectativa de que las nubes reventaran, sin aviso alguno, pero con la seguridad de que no sería así. Era tan paradójico como frustrante. Finalmente, vi que algo descendía de los cielos y durante un segundo o menos que eso, pensé en gotas de lluvia que bajaban en cámara lenta, haciendo espirales, llegando como en paracaídas. Imágenes que pronto se desvanecieron con el primer copo que se desintegró, suave y cálido, sobre mi frente.  Desnudé mi mano del guante que la cubría y extendí mis dedos bajo la primera tormenta de nieve. Poco a poco, se me fueron enrojeciendo, y el frío, —debido una regla física que ignoro pero que, probablemente, al final de cuentas no tenga ningún sentido—, empezó a quemarme. Sí, el frío quemaba. Y aquel descubrimiento dulce, aquel asombro tierno del niño que siempre se asoma a mis ojos, se intensificaba. Pensé, «obvio que te quemaría, ¿acaso nunca intentaste sostener un cubo de hielo entre las palmas de tus manos? ¿nunca le sostuviste algo helado a alguien más, sin sentir que debías cambiar el objeto de una mano a otra?», aun así, seguía sorprendido.

Así supe que podía sentir la magia, pero de forma diferente, como si desde el fondo insondable de lo mágico, algo más doloroso se escondiera. Después descubriría que el asombro no dura más que ese dolor, o seguramente, que son dos caras de la misma moneda.